viernes, 4 de noviembre de 2011












Blhoja 057 – CRUCE CASI EXTRAORDINARIO II


Las montañas no son estadios donde satisfago mi ambición de logros, son las catedrales donde practico mi religión. Yo voy a ellas como las personas van a la oración. Desde sus majestuosas cimas veo mi pasado, sueño el futuro y, con una inusual agudeza, experimento el momento presente...mi visión se aclara, mis fuerzas se renuevan. En las montañas yo celebro la creación. En cada viaje (a ellas) nazco de nuevo."            
                                                                                                                                
                            Anatoli Bukréyev




La mañana estaba esplendorosa. Estábamos a punto de comenzar el trayecto mas largo y extenuante y la espera se prolongaba. Tardaron mucho tiempo en acomodar los bártulos  y preparar los caballos. Mientras tanto me dedique a fotografiar la escena. Un grupo de gente esperando ansiosa esta real primera jornada, aunque habíamos comenzado el día anterior aun no habíamos entrado  en el corazón de la cordillera; mientras que otro grupo trabajaba para tener un trayecto sin complicaciones. Hacia las diez de la mañana partimos. Nos habíamos levantado a las siete y media, desarmamos las carpas y las colocamos en sus respectivos sacos; desayunamos mate cocido, te o café con pan tostado, mermeladas, dulce de leche y manteca. Cargue mi cantimplora y mi calmelbak directamente de la línea de agua helada, imprescindible en la montaña: realmente comprobé lo beneficioso del líquido elemento; durante la noche un dolor de cabeza me despertó: “el agua es el mejor remedio para el apunamiento”, nos habían indicado los guías. Inmediatamente seguí durmiendo sin molestias, hasta que la necesidad fisiológica me llamó como conté en la blhoja anterior. 




Partí con gran entusiasmo. La jornada prometía emociones fuertes.
La primera emoción fue un ómnibus abandonado junto a un camino con mínimas señales de tránsito. Destruido, sin ruedas, sin vidrios. Oxidado. Hacía muy poco tiempo había leído un libro de Jon Krakauer (periodista, alpinista, colaborador de la revista norteamericana Outside especializada en actividades al aire libre y aventuras), Hacia rutas salvajes, donde cuenta la historia de un joven norteamericano que abandono su vida social para internarse en una inhóspita región de Alaska donde murió por falta de equipo y conocimiento de la naturaleza. Su muerte fue en un colectivo abandonado al final de un camino en ese agreste territorio, por inanición. Este vehículo me recordó la historia y la polémica que suscitó sobre si el muchacho fue un estúpido, un loco o un intrépido idealista. Recuerdo haberme sentido identificado en cierta forma con el joven, aunque reconozco su inconciencia; es que estar alli, si bien no conozco el lugar del hecho, pero trasladado a este ómnibus que ahora estaba frente a mi, en este lugar salvaje y temible, era como sentirse atraído por una fuerza brutal, por ese poder que había logrado construir este exceso de hermosura y quedarse allí, a contemplar y llenarse de esa prepotencia.
Creo que voy a caer en cursilerías (si es que ya no lo hice) para tratar de describir este paisaje. Es que yo no puedo hacer otra cosa, no tengo palabras, se agotaron de mi diccionario. Ojala tuviera las “metáforas” de Neruda que tanto admiraba “el cartero”, y yo claro… y cuantos mas.




A las dos de la tarde, llegamos al punto mas alto de todo el trayecto, el Portillo Argentino, a 4380msnm. Subimos sin mucha dificultad, aunque bordeando precipicios. Arriba se veía como un portal de unos diez metros de ancho y cuando llegamos nos encontramos con la cima nevada, si bien no era mucha, había suficiente como para tapar los cascos de la patas de los caballos. Al mirar hacia atrás, el largo camino andado. El valle casi virgen, como de otro planeta y su infinidad de colores. No podíamos quedarnos, había que seguir., aunque el paso era lento. Muchos ansiosos gritan que los de adelante se apuren, pronto vimos por que la parcimonia en el paso. Una vez cruzado el portal y tras recorrer unos metros de una rampa un poco inclinada, la montaña caía a pique. La ladera casi cubierta de nieve formaba un  precipicio por el cual debíamos bajar en forma de zig-zag. Un fuerte apretón de tripas, un escalofrío en la espalda y quizás cuantas sensaciones de malestar recorrieron mi cuerpo al encontrarme con ese panorama y sin posibilidad de ser el dueño de la acción, ya que la yeguita era la que sabia seguir el paso y donde pisar para no desbarrancarse. Aunque a esta altura ya no confiaba en ella. La muy hija de puta me jugo una mala pasada. 
Ya me había tumbado dos veces durante el trayecto. La primera, bordeando una ladera de piedra menuda, como de ripio, a la derecha un vacío de unos cien metros. La columna se detiene y mi yeguita dobla las patas delanteras y ante mi sorpresa, caigo como de cabeza sobre las piedras, por suerte hacia la izquierda. Llevaba mi nueva cámara de fotos colgada del cuello y con la mano izquierda la apreté al pecho (gran instinto de conservación económica) y con la otra intente frenar la caída, pero primero golpeo mi brazo izquierdo contra el piso y luego la otra mano amortiguo al cuerpo. Por suerte tenia guantes de trabajo y no fue mas que un golpe. Inmediatamente llego uno de los arrieros y levanto a la yegua que ya estaba con sus cuatro patas dobladas junto al piso, casi como un camello. Le aflojo la montura, dijo que le apretaba mucho. Volví a montar y seguimos. Antes de la cima, en un descaso volvió a agacharse, casi ya canchero, una vez abajo el animal, quede parado. Me gritaron que la haga levantar porque podía acalambrarse. Intente hacerlo pero ya tenia a un arriero socorriéndome. Seguimos el trayecto y yo tirando de las riendas para que no se le ocurra volver a hacerlo. Y se le ocurrió volver a hacerlo cuando estábamos frente a la caída. Tiré las riendas con fuerza. Lance un grito que no se si fue de terror o de socorro, vi a unos de los arrieros que amago subir hacia mi, ya que estaba en el sendero del zig-zag algo mas bajo, y al ver que pude controlar la situación se detuvo, tal vez para no asustarla. La yegua se quedo quieta y me relaje. 

No había pasado a mayores. No quise pensar en el posible desenlace y me concentre en lo que se venia. –Dejen que el animal los lleve—aconsejaron. La puta!, que confianza podía tener en “mi” animal.
Con el cuerpo inclinado hacia atrás, sorteamos el tramo mas peligroso. Lentamente y sin perder la atención en la reacción de la yegua, me fui relajando y comencé a disfrutar del peligro. Y si, imposible pegar la vuelta. Imposible bajar de otra forma. Relájate y goza, me dije. Y goce.








Realmente fue la jornada mas agotadora. Luego de ese largo trayecto, que además contó con un trecho muy extenso de piedras volcánicas que hacían trastabillar a los caballos, acompañados por un viento furioso que se presento sin aviso, al fin nos detuvimos para almorzar. Nos habían dado la ración por la mañana y consistía en dos sanguches de jamón y queso, un alfajor, caramelos, un sobrecito de jugo en polvo y una cajita de jugo para beber con pajita. Eran, quizas, las tres y media de la tarde cuando volvimos al camino.
A las siete de la tarde estábamos en el Refugio Real de la Cruz, era un clamor el llegar a ese lugar, cuando creíamos que aparecería detrás de aquel cerro, solo aparecía otro y  luego otro.
Esta noche dormíamos bajo techo. En la bolsa, pero bajo techo.








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