lunes, 1 de marzo de 2010











Blhoja 020. CHILE 2000 – PUERTO MONTT (2)




El desayuno en la esquina del hospedaje no trajo sorpresas, el termo con agua caliente, la latita de café instantáneo, la jarrita con la leche caliente, el azucarero. Un plato con tostadas, dos platitos con mermeladas y uno con manteca.
Un mediodía la sorpresa la trajo el lomo a lo pobre: un plato ovalado repleto de papas fritas en tiras, sobre ellas gran cantidad de cebollas doradas, mas arriba, finas lonjas de lomo a la plancha y cubriéndolo todo, dos jugosos huevos fritos. Enorme. En la mesa: mayo y ají picante para acompañar. Lo de pobre será porque sacia el hambre, pero era uno de los platos minutas mas caros.
La noche culinaria trajo también sorpresa. Un pequeño restoran ubicado debajo de un bar al paso por el final de la peatonal ofrecía una aparente exquisita “parriiaa”. No era una parrillada argentina, era una “pariiaa chilena”. El mozo apareció con una especie de wok montado sobre una bandeja con brasas y allí dentro carnes diversas con un color que no pintaba al dorado o tostado de nuestras carnes a las brasas. Esta “parriiaa” no era a las brasas, o por lo menos no tenía el sabor, eran distintos trozos de carnes: vaca, cerdo, pollo, salchichas, chorizos… como hervidos con un toque de alguna salsa que le daba un color anaranjado y sabor medio soso, no feo, pero… soso. La ensalada de tomates no se esmeró mucho en complacerme, los rojos y jugosos trozos venían acompañados de un sabor amargo poco aceptable por mi paladar. Claro, esos trocitos verdes de hojitas, no eran de perejil, sino de coriandro o cilantro… bahhh… pero bueno, lo mejor de la noche, las sopaipillas: unas riquísimas tortas fritas en miniatura.








El hospedaje: un edificio de dos plantas, construido en madera, muy cálido, muy limpio, muy nuevo, estaba cerca de la terminal de ómnibus. A solo dos cuadras una escalera de cemento subía a las calles altas. A dos cuadras en sentido contrario: el mar.






Cajones de verduras y frutas ocupaban la mitad de la calle, el mercado antecedía la avenida costanera. Hacia la derecha se suponía el puerto, un crucero pequeño anclado y como telón de fondo una isla muy cercana. Hacia la izquierda se adivinaba el centro y giraba en una curva que cerraba formando una U, algunas casa a lo lejos colgaban de las laderas de los cerros que caían al mar.. Estábamos en la base de la curva.






Por la avenida costanera, caminando unas ocho o nueve cuadras, llegamos hasta la plaza de armas. Como toda plaza principal, es el centro estratégico de la ciudad. Gobierno político y religioso se encuentran en derredor de ella, las dos arterias comerciales mas destacadas la contienen y el mar la refresca con su brisa. Un mástil central y el padre de la patria: Bernardo O´Higgins. Muchos “chiquiios” y pocos turistas. Si no supiera que tiene algo mas de cien mil habitantes no diría que es una ciudad grande. Tiene aspecto de pueblo. Veo, en su mayoría viviendas de madera. Techos a dos aguas. Construcciones importantes, pero aldeanas. Algunos edificios bajos. Un mall en el centro donde compiten Falabella y Ripley, desde allí comienza la peatonal que termina en una plazoleta en la costanera, dos cuadras repletas de gente.














La Marina (1959)
Uno de los pintores mas importantes chilenos, reflejó Algelmó como ninguno



La zona de Angelmó es mas característica.
Caminando hacia el poniente, o sea en dirección contraria a la cordillera, a dos o tres cuadras de la terminal de ómnibus, se llega a la caleta de Angelmó. Zona portuaria con muelles de carga y descarga, muelle para barcos pesqueros y para embarcaciones y trasbordadores de pasajeros, lugareños y turistas, que viajan hacia las islas adyacentes y zonas australes. Allí quisimos abordar el “Navimag” hasta Puerto Natales, pero no tuvimos suerte de encontrar pasajes; ni siquiera el mas barato, 250 U$A, no importa, es excusa para un próximo viaje.


Creo que si sigo encontrando excusas, no me va a alcanzar la vida para volver a ellas.
Al ser una zona portuaria, Angelmó tiene sus cocinerías. Una enorme construcción de madera, montada en parte sobre la costa, y la otra sobre pilotes enterrados en el agua, llamada palafito, alberga a varios locales de comidas, esencialmente echas con frutos de mar. Recorrerla, es embriagarse o asquearse de tan desvergonzados aromas. Los suaves soplos del viento que primero acarician los bordes de la isla de Tenglo, ubicada en frente de estos balcones, alivia el olfato con perfumes de alerce pero no logran competir con los curantos en olla, el cancato o las pailas marinas. Saliendo raudamente de allí llegué a la feria artesanal, varias cuadras de puestos con tejidos, cestos, joyas de plata, sombreros y diversos artículos de cuero y madera. Pero lo más delicioso fue caminar, por esa costanera, dos o tres cuadras junto a edificaciones antiguas, de madera, donde abundan diversos comercios de turismo, de artesanías, entrar en una de esas arcaicas edificaciones, subir una quejosa y angosta escalera y llegar a un cálido barcito, que para esa fresca tardecita de enero era un buen refugio. Era la hora de “las once”; aclaro, era si, como dije antes, una tardecita de enero y es justamente hora de “las once”, la merienda chilena. Un café con leche y un kuchen de manzanas, mientras que tras la ventanita de dos hojas con cuatro vidrios cada una, continuaba la vida de Angelmó.


En este lugar, en este cálido barcito, pude comprobar que realmente quien prueba el “licor de oro” chilote, se le hace imposible olvidar su sabor y la circunstancia del momento. Imposible olvidar Angelmó y Puerto Montt, ese olor a humo de chimeneas hogareñas que comenzaba a inundar el atardecer sureño.











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