jueves, 25 de agosto de 2011












Blhoja 052. FRAGMENTOS DEL DESIERTO CHILENO


LOS NOMADES DEL NITRATO

Miércoles, 15 de mayo de 2002. Antofagasta.

Le hago la pregunta al anciano que está al otro lado de la mesa una vez más.

--¿Por qué no quiso marcharse?
Ese caballero, Eduardo Riquelme, es uno de los quince o más miembros del Centro Social Hijos y Amigos de Pedro de Valdivia, que se encuentran reunidos en esta enorme sala de conferencias del puerto de Antofagasta por invitación de Jorge Molina, el intendente de esta región, para contarme la historia de sus vidas. Pedro de Valdivia es lo que los une; no porque todos sean descendientes lejanos del capitán que conquistó Chile en 1540 sino porque se bautizó con su nombre el pueblo salitrero en que transcurrió la mayor parte de la existencia de estos hombres y mujeres antes de que, seis años atrás, dejara de funcionar. Es mi primera oportunidad de hablar con un grupo de pampinos, que han confirmado, por cierto, gran parte de lo que ya había leído en libros y artículos, visto en fotografías y películas, respecto al sufrimiento que acompañaba la extracción y producción del nitrato. Ninguno de los presentes en esta reunión ha tenido que soportar los años verdaderamente oscuros de explotación, antes de que los trabajadores les arrancaran a los patrones y al gobierno algunos derechos elementales –el derecho de cobrar en dinero, el derecho de recibir indemnización, el derecho de huelga, el derecho de publicar sus propios periódicos, el derecho de votar en las elecciones locales, el derecho de compensación por accidentes--, pero de todas formas tienen muchos cuentos de terror que relatarme.





foto tomada de la red






Esas historias se suceden con tanta rapidez, uno empieza a narrar antes de que el otro haya terminado, que me cuesta apuntar los nombres, no me hacen caso cuando insisto en que por favor se identifiquen cada vez que hablan. De todas maneras, poco a poco va surgiendo una imagen abigarrada y colectiva, y casi es mejor y más simbólico que sea este mosaico o coro de voces lo que me ayude a recuperar el pasado: un electricista de nombre Héctor Torres, que recuerda lo precaria que era la vida antes de que en 1938 el Frente Popular instituyera la seguridad social y un sistema de atención sanitaria nacional, y Gladis Torrico, que vio cómo, ante sus mismos ojos, mataban a tres trabajadores en una huelga, y Julio Gómez, que no quería creer que iban a cerrar su pueblo, las palabras se precipitan, una detrás de otra, Elizabeth Villarroel, que me habla de las barracas donde encerraban a los hombres solteros durante el toque de queda, como si fueran animales, y otro pampino que me informa de un viaje con sus hijos para ver la Oficina San José, donde él había nacido, y que no había encontrado nada, ni tampoco nada en Constancia, donde su madre había venido al mundo, y Santa Rosa de Huara también había desaparecido; ‘Mi casa sin techo –dice otro hombre--, la cocina saqueada, hasta habían profanado el cementerio’.


Y Mario Bernal, que nació en una casita que no tenía tablas en el suelo, ni siquiera gravilla, sólo la tierra desnuda; siete hermanos que compartían tres camas en el suelo con su madre y su tayta.  ‘No es literatura –me dice--, todo esto es cierto. El agua estaba sucia… Había que sacar los mosquitos con sus largas patas antes de poder beber el agua y el agua estaba llena de suciedad y le metíamos un carbón para limpiarla. Y la carne dura de las pulperías, la tienda de la compañía donde teníamos que comprar la comida porque a mi papá le pagaban parte del sueldo en fichas que sólo tenían valor allí. Y había que cagar detrás del aromo, no había otro lugar. Y las explosiones’.
                  

--Las explosiones. –Un hombre llamado Miranda repite lo que acaba de aseverar Bernal, siguiendo con la historia--. Yo tenía cuatro años. Recuerdo una tarde en que mi madre estaba hirviendo la ropa para quitarle los chinches…
--Sí –agrega otro pampino--, los domingos sacábamos los colchones y matábamos a los bichos con agua caliente.
--Y en ese momento oí –persevera Miranda—el sonido de la dinamita muy cerca, y alguien asomó la cara por la puerta y dijo: ‘Otro huevón que se mató’. No solo eran accidentes. Un chico y una chica, que apenas eran adolescentes, menos de veinte años, se volaron por los aires, lo hicieron por amor. La vida era dura.

Ahora le toca interrumpir a Bernal.
--Es cierto, pero recuerdo que fui feliz allí de niño. Recuerdo que me encantaba el ruido de la tetera hirviendo encima del fogón. Recuerdo que mataba lagartos, recuerdo el graznido del patizorro que volaba sobre nuestras cabezas. Tenía siempre la panza llena, de papas, claro, pero no puedo decir que pasara hambre… O tal vez no me daba cuenta.
Miranda asiente.
--Recién cuando tenía diez años y me mandaron a Iquique y me mojé el poto en el mar, recién ahí supe como vivíamos. Mas adelante me enteré de que mi madre horneaba más pan cada mañana y salía a venderlo, que cosía para afuera, ahorraba para que yo pudiera estudiar.
Se suma alguien más.
--Cuando tenía cinco o seis años, fui a casa de mi abuela, junto al mar. En esa época se tardaba ocho horas en llegar a Antofagasta… Me mandaron como un paquete; si mi abuela quería recibirme, tenía que pagar el envío.
--Me hice amigo de Chato Valdés en Antofagasta –continúa Miranda, sin inmutarse--, que me invitó a su casa; había tablas de madera en el suelo, fui al baño y había un water con una cadena para descargar el agua, abrí un grifo y salía agua. Y una tarde fui a comprar mortadela a la tienda de la esquina y vi que un cliente le decía al dueño no, ése no, quiero aquel. No podía creer que alguien eligiera lo que comía. En la pulpería, uno compraba lo que le daban.
Y sin embargo mi amigo, el novelista Hernán Rivera Letelier, que se había quedado sentado humildemente a mi lado mientras los pampinos desgranaban sus historias, también me había contado, la noche antes, cuando cenábamos en el hotel donde nos hospedábamos Angélica y yo, que el día que echaron a los ciudadanos de Pedro de Valdivia, todos ellos lloraron. Él, que es uno de los escritores mas exitosos de Chile a pesar de que su vida comenzara en la pobreza mas extrema, trabajó diez años en ese pueblo salitrero antes de que lo cerraran y compartió las penas de los hombres y mujeres de esta sala cuya única constante en sus vidas –además del inevitable sol que se elevaba como un demonio cada mañana—era la certeza de que llegaría ese día, la certeza de que algún día tendrían que marcharse. Hernán había presenciado el cierre de pueblo tras pueblo: a los nueve años, Algorta, donde había llegado cuando tenía menos de un año; y luego Coya Sur y luego Mantos Blancos y más tarde Pedro de Valdivia. Las familias habían guardado sus escasas pertenencias, habían subido a unos camiones y, mientras dejaban atrás las polvorientas calles donde los habían explotado y que jamás volverían a ver, prácticamente todos ellos, esos hombres templados por jornadas de trabajo de dieciséis horas, esos hombres que habían enterrado más niños de los que habían visto nacer, esos duros mineros que sobrevivieron en una cultura que estigmatizaba cualquier gesto de debilidad como señal de feminidad y mariconería, esos machos firmes y encallecidos habían empezado a llorar como bebés.
Esa segunda historia, en la que domina la nostalgia del hogar perdido, va sobreponiéndose poco a poco a la historia de malos tratos y sufrimiento. Una y otra vez me declaraban que les había encantado vivir en el desierto, que sentían una nostalgia desesperada, no sólo por el pueblo en sí, sino por la forma con el que hablo representa a una clase especial de pampinos: los que se escaparon, los que no murieron de silicosis a los cuarenta años, los que no se quemaron para siempre con el fuego hirviente de los hornos. Y me voy dando cuenta de que, además, la mayoría de mis interlocutores son profesores primarios, hombres y mujeres educados que ahora rayan los sesenta, los setenta años. Los pampinos, según quienes hoy hablan conmigo en esta sala en Antofagasta, no confunden la explotación que sufrieron cuando trabajaban en la salitrera con la salitrera misma, con el desierto por el que todos profesan un amor perdurable y que recuerdan con cariño, en especial una niñez que, a pesar del hambre y de las palizas, las discriminaciones y los ultrajes, guardan en su memoria como un período rebosante de libertad e imaginación.
Y con lentitud –con mucha lentitud, en cierta forma de la misma manera en que el tesoro del salitre se va extrayendo de la materia prima del caliche, un proceso largo y extenuante--, comienzo a sonsacarles el reconocimiento del Pedro de Valdivia que recuerdan, uno de los dos pueblos salitreros que se mantuvo abierto hasta las últimas décadas del siglo XX, era una comunidad modelo, con salarios superiores a la norma nacional, electricidad, agua y gas gratis, espectáculos culturales de primera categoría subsidiados por la compañía, excelentes instalaciones deportivas, de hecho, algo parecido al paraíso.
Ojalá pudiera comparar esa visión de su ciudad natal con mi propia experiencia de ese sitio. Por cierto, ayer, martes 14 de mayo, emprendí un viaje al único poblado salitrero que todavía funciona en el mundo, María Elena, un viaje, por cierto, que realicé con la más devota intención de pasar por el cercano pueblo –abandonadísimo—de Pedro de Valdivia, perteneciente a la misma empresa. Incluso tenía la dirección exacta de la casa donde Hernan Rivera Letelier había engendrado sus poemas, casi clandestinamente, durante diez años. Él me había explicado por cuáles calles tenia que caminar, qué partes del pueblo fantasma debía evitar. Pero no llegué a Pedro de Valdivia.
En un principio se suponía que en esta parte del viaje me acompañaría Sergio Bitar, un amigo del exilio que había sido ministro de Minería del presidente Allende y que por lo tanto había pasado varios meses después del golpe encarcelado en la helada y ventosa isla de Dawson, parte de los inhóspitos archipiélagos de la Patagonia. A su regreso a Chile, se había convertido en uno de los líderes de la resistencia contra Pinochet, por lo que no sorprende que, cuando la democracia volvió al país, fuera elegido senador por el Norte Grande. Durante sus ocho años en el Senado (su segundo período terminó hace apenas unos meses), una de sus obsesiones había sido preservar tres antiguos pueblos salitreros que, muchas décadas después de que los cerraran, todavía estaban milagrosamente intactos. Bitar había hecho una contribución decisiva a la creación, junto a las agrupaciones de pampinos, de una fundación que administraría aquellas salitreras rescatadas, convirtiéndolas en museos. Así que se había ofrecido a reunirse conmigo en Antofagasta durante los tres días que estaríamos aquí, hacer de guía. Una de las actividades que él le había pedido al intendente Molina era que organizara  esta reunión de pampinos ancianos y otra fue el viaje de ayer a María Elena (y, si había tiempo, a Pedro de Valdivia, cuyas refinerías siguen funcionando a toda máquina, aunque el pueblo mismo está deshabitado) para que yo pudiera ver todas las fases de la extracción del nitrato. El aprovecharía la oportunidad para hablar con algunos ejecutivos de la compañía Soquimich, que dirige estas operaciones, y apelar a su espíritu filantrópico para convencerlos de que colaboraran con la fundación. Pero a último momento mi amigo Sergio se vio obligado a volar a Washington D.C., y fue así como terminé yo cumpliendo el itinerario y recepción que le habían preparado a él, lo que incluía una prolongada visita –que no me despertaba mucho entusiasmo—a la casa de huéspedes de María Elena.
Y en ese preciso local me depositó ayer, apenas pasado el mediodía, el chofer enviado por Soquimich para llevarme a María Elena, un pueblo que está a tres horas al norte de Antofagasta y que se veía idéntico a las fotografías de tantos polvorientos pueblos coloniales instalados en trópico según el modelo victoriano que los británicos exportaron a todos los rincones del planeta. La única alusión a los dueños estadounidenses que lo habían edificado era una cancha de béisbol en ruinas y una sala de cine construida por la Metro Goldwyn Mayer. Y la única zona verde en medio de esa desolación era la casa de huéspedes donde yo iba a almorzar.

Llegar a ese edificio con sus dos majestuosas palmeras y su gran galería y sus ventanas con postigos, que una vez había sido la residencia del administrador de la oficina y su familia, fue como entrar en el pasado imperial; lo único que faltaba para completar la escena eran algunas damas con largos vestidos blancos sorbiendo jarabe de frutas en el porche mientras nativos de piel oscura espantaban las moscas con abanicos. Era una mansión lujosa, un inmenso bungalow, bajo la sombra de unos magníficos pimientos ubicados en un jardín encantador, que se veía aún más resplandeciente por el contraste que ofrecía con las construcciones que lo rodeaba, monótonas casas bajas de techos de zinc ondulado cuyas calles mugrientas y tristes eran lo bastante anchas para que por ellas marchara un ejército. Y había algo todavía mas familiar, que encontré cuando ingresé al edificio, algo que había visto en innumerables películas (piensen en África mía) y en la misma Sudáfrica. La espaciosa galería era fresca, bañada en una suave luz que venía de lo alto, las paredes estaban cubiertas de obras de arte y recuerdos de viajes y, en un extremo, un piano de cola que tal vez haya entretenido a una audiencia selecta cincuenta años atrás. Desde ese vestíbulo central se extendía una serie de dormitorios impecablemente amoblados donde me invitó a refrescarme y a descansar hasta que el almuerzo estuviera servido. Una hora después, un sirviente me guió hacia un elegante comedor con una mesa de caoba que podría haber servido para dos docenas de invitados, pero en la que sólo nos sentaríamos tres, mientras un camarero de librera blanca traía oleadas sucesivas de comida.
A pesar de la hospitalaria bienvenida que me brindo mi anfitrión, Eduardo Arce, gerente de la salitrera, y su propio invitado, Dan Amit, un asesor en minería israelí, yo no estaba muy a gusto. Después de todo, el almuerzo se había organizado para recibir a Sergio Bitar, uno de los políticos mas poderosos del país, amigo personal del presidente Ricardo Lagos, y en cambio tenían que agasajar a un intelectual izquierdista y sus opiniones impertinentes. Pero no solo eso: me siento incómodo siempre que me encuentro con miembros de la clase empresarial chilena, consciente como estoy, de su complicidad con la dictadura de Pinochet. Y el caso de Siquimich fue particularmente notorio, puesto que Julio Ponce, el entonces yerno de nuestro dictador, había sido uno de los que le compraron esas salitreras al Estado cuando se privatizaron, en una dudosa operación financiera, a principios de la década de los ochenta. Y Eduardo Arce hizo una velada mención, entre el aperitivo de mariscos y el plato de corvina, --¿o fue justo antes de que sirvieran el postre de merengue?--, cuando le pregunté por su familia, al hecho de que su padre había quedado traumatizado por la experiencia de perder su hacienda del sur durante el programa de reforma agraria que instituyó el presidente Eduardo Frei Montalvo a fines de la década de los sesenta, un proceso llevado a cabo –aunque no lo indiqué—por algunos de mis mejores amigos. Pero esto es Chile, después de todo, un país donde la gente, por lo menos los de la elite, se sientan con sus antiguos enemigos y sonríen y conversan sobre vinos de buena cosecha y fingen que el pasado en verdad no existe, que Arce no es un simpatizante de Pinochet y que yo no he venido al norte en busca del cuerpo desaparecido de Freddy Taberna. Para qué mencionar siquiera que al día siguiente, Arce almorzaría de nuevo en esa mesa en el mismo momento en que yo estaría sentado a otra mesa de Antofagasta con los pampinos que fueron expulsados de sus hogares por decisiones tomadas en la mismísima sala en la que estábamos comiendo. Aquel día, en cambio, hablamos acerca de María Elena y su futuro; y respecto a ese porvenir quedé impresionado tanto por la eficiencia de la compañía como por sus ambiciosos planes de expansión. Como lo estaría horas después, esa tarde, cuando Jorge Araya, jefe de ingeniería residente, me llevó a una extensa recorrida del complejo industrial.
El nitrato siempre se encuentra mezclado con otros minerales y el proceso de producción ha consistido, tanto en 1500, cuando empezó a extraerse por primera vez, como en el siglo XXI, en pulverizar en pedazos pequeños la corteza increíblemente dura en la que está incrustado para luego disolver esos terrones de piedra en agua hasta que la sal se aísle y se convierta en cristales. Lo que sí se ha modificado con el paso de los siglos es la tecnología empleada para llevar a cabo tal operación. A principios del siglo XIX, los mineros de escasos recursos usaban mazos para arrancar de la tierra pedazos de nitrato sin refinar y luego los trasladaban, en mula o sobre sus propias espaldas, a las oficinas, donde esa escoria se disolvía en agua hirviendo. Más tarde los residuos se refinaban en grandes tinajas bajo el sol, un método rudimentario de lixiviación que sólo funcionaba con concentraciones de alto rendimiento, sesenta por ciento o más. El hecho de que esas oficinas se llamaran paradas –es decir, un lugar en el que uno se queda un momento, que hoy está y mañana no—indica lo precarios y fugaces que deben de haber sido, puesto que cuando una zona se agotaba se trasladaban a otra de inmediato.
No fue hasta mediados de la década de los cincuenta del siglo XIX, cuando Europa comenzó a exigir más fertilizante y un chileno, Pedro Gamboni, descubrió la forma de purificar el caliche de menor gradación a un costo más bajo, cuando las oficinas se convirtieron en asentamientos estables. Dos décadas más tarde, Santiago Humberstone, un joven ingeniero químico británico que había estudiado el sistema Shanks inventado en Lancashire con el objetivo de refinar soda cáustica, aplicó el mismo método (caños de vapor para calentar las calderas) al caliche, lo que permitió extraer nitrato de una materia prima aunque tuviera una concentración de apenas el trece por ciento. El sistema Shanks permitió que en 1910 Chile suministrara el sesenta y cinco por ciento de los fertilizantes basados en nitrógeno del mundo. Veinte años más tarde, cuando el producto sintético alemán ya había triunfado, el Norte Grande satisfacía un mero diez por ciento de las necesidades del planeta. La depresión de la década de los treinta, que asestó un golpe mortal a la mayoría de las salitreras no significó, sin embargo, el fin absoluto del ciclo del nitrato, porque en la década anterior se había descubierto una nueva técnica que abarataba aún más la extracción del nitrato natural. Se la conoce como el método Guggenheim, porque la adoptó Elías Cappelans Smith a partir de un procedimiento utilizado en la mina de cobre de Chuquicamata, que pertenecía justamente a Guggenheim, y esto permitió la apertura rentable de dos nuevas oficinas, María Elena en 1926 y Pedro de Valdivia en 1931, las dos últimas que se inauguraron.




foto tomada de la red





Por lo tanto, lo que yo había visto en María Elena (bautizado así en homenaje a María Elena Condon, la esposa de Cappelans) no era lo que había visto si hubiera visitado la Oficina Alemania muchas décadas antes (o cualquiera de las más de trescientas oficinas que una vez utilizaron el sistema Shanks y que han sido abandonadas) pero por lo menos constituía, más allá de lo modernizadas que puedan estar las operaciones en la actualidad, una aproximación decente.
Nuestro jeep con tracción en las cuatro ruedas cruzó varios portones de seguridad muy bien protegidos y luego atravesó un laberinto de caminos de tierra que se extendían tantos kilómetros pampa adentro que las únicas señales de María Elena en el horizonte eran las gigantescas chimeneas que escupían humo en el aire transparente del desierto de Atacama. Por fin llegamos a la cantera, de cien metros de largo por alrededor de veinticinco de ancho, donde habían hecho explotar dinamita esa mañana. Me ubiqué junto a una imponente muralla de caliche de cuatro a cinco metros de altura, un verdadero cañón, y contemplé unas excavadoras gigantescas que recogían la materia prima y la depositaban en camiones todavía mas grandes. Yo quería ver como los geólogos decidían dónde poner las cargas explosivas –ellos abren el caliche y miden la concentración del mineral por la forma en que brilla--, si quería presenciar el estallido de los cartuchos de dinamita enfundados en sus estuches de plástico amarillo cada quince metros, los sonidos atronadores, el polvo que humea sobre el desierto, Jorge Araya sugirió que me quedara esa noche y lo presenciara a primera hora de la mañana siguiente. Su invitación era tentadora; la rebelde historia de esta región está entremezclada con la historia de los explosivos. Por ejemplo, la dinamita en la mano de los trabajadores fue lo que permitió una extraordinaria insurrección anarquista en la que participaron grandes contingentes de chilenos y  extranjeros en 1925. Ocuparon docenas de salitreras en demanda de mejoras salariales y derechos democráticos, y durante muchos días consiguieron mantener a raya al ejército más poderoso de América Latina, aunque todo terminó con una masacre --¿acaso las revueltas terminan de otra manera, en mi triste continente?—de miles de insurgentes en las oficinas de La Coruña y Maroussia. De modo que sí, estaba más que fascinado por la oportunidad de presenciar la violencia del desierto, incluso en la forma restringida y científica en que podría desatarse en esos cráteres. Pero tenía que regresar junto a Angélica esa noche y los pampinos me esperaban al día siguiente por la mañana, por lo que me vi obligado a renunciar a la más espectacular de las experiencias de la minería, el momento en que al desierto se lo abre y se lo hiere. Esa imagen de un desierto herido se hizo más profunda cuando seguimos a los camiones hasta una rampa donde se depositaba el mineral y luego se lo arrastraba hacia arriba para pulverizarlo dos veces más, en lo que se denominan chancadora primaria y secundaria. A lo largo de kilómetros y kilómetros alrededor de María Elena –y de todas las otras zonas salitreras por las que habíamos pasado Angélica y yo en auto—la tierra parecía bombardeada. Agujereada, agredida, vaciada.
Lo que eso significa, desde el punto de vista de la producción, es que a medida que los depósitos se agotan, la compañía necesita extenderse cada vez mas en busca de nuevos lechos de nitrato. Araya me enseñó la cinta transportadora que transfiere los pedazos del mineral –ahora reducidos a bloques de noventa toneladas—y seguimos durante mas de catorce kilómetros el recorrido que lleva ese precioso cargamento a las refinerías donde da comienzo al procedimiento Guggenheim de lixiviación, pero no antes de que se lo someta a otra serie de molinos que pulverizan las piedras.
Aquella interminable cinta transportadora me hizo entender por qué Eduardo Arce me había dicho en el almuerzo que algún día Soquimich tendría que abandonar María Elena y establecer un complejo industrial completamente nuevo en alguna región periférica e intacta de Atacama.
No era una mudanza inminente –al menos eso es lo que Arce me aseguró cuando mencione los rumores sobre un posible cierre de María Elena--, puesto que había nitrato en las cercanías para treinta y hasta para cincuenta años más. Pero cuando más tengan que alejarse del centro para extraer el mineral, más caro se volverá, y en algún momento el costo del transporte hará que el funcionamiento de María Elena se vuelva prohibitivo.
Ver ese proceso industrial en todas sus animadas fases y acompañarlo pacientemente a través de las diferentes tinas de división y lixiviación y evaporación –actualizadas con la última tecnología en el interior de los edificios, pero cubiertas en el exterior por la mismas estructuras construidas en los años veinte y treinta--, me ayudó a entender cómo debía de haberse sentido cien años atrás un viajero que se encontrara con estas inmensas telarañas de actividad humana después de recorrer tierras desoladas por las que ni siquiera se arrastraba un reptil. Y más tarde, cuando por fin me aproximé a las ardientes colinas de cristales blancos como la leche, cuando finalmente toqué el nitrato y lo olí y sentí su sabor, una vez más eso me hizo imaginar la vida en las salitreras, la forma en que la vida se desparramó y se secó en este mismo desierto. Aunque, de hecho, no es el mismo nitrato de antaño. Para sobrevivir en el mercado global, Soquimich ha debido acomodar la producción a las demandas de los clientes en Japón y Francia y Estados Unidos y cientos de otros países, empresas agrícolas que necesitan un fertilizante natural soluble y que pueda absorberse con facilidad para generar un rendimiento en las cosechas superior al que produce el material sintético. Pero lo que de veras diferencia la operación actual de lo que ocurría en el pasado es el énfasis en generar lo que antes eran tan solo subproductos del nitrato y ahora constituyen la principal fuente de ingresos.
Y cuando le pregunté a Jorge Araya por que esos otros minerales eran tan esenciales, él señaló las herramientas de mi propio oficio: yodo para las fotografías que estaba tomando, litio para las baterías recargables de mi videocámara y mi grabador y bórax para las gafas de sol que me protegían los ojos y para el dentífrico que había usado esa mañana y el detergente con que lavaría mi ropa… Eso sí que me dio qué pensar: el desierto chileno esparcido de manera casi invisible a todos lo parajes del planeta, agitándose dentro de una instantánea tomada en Sri Lanka y un tomate comido en Chicago y un camión de juguete a pila en Tokio.
--Hora de volver –dijo Jorge Araya--. Lamento que no tenga tiempo de ver Pedro de Valdivia, pero es un desvío largo y su esposa se preocupará si usted regresa demasiado tarde. Nunca hay que dejar esperando mucho tiempo a una mujer.
Jorge Araya me caía bien. Era un ex oficial del ejército que hacía todo lo posible, sin que se lo pidiera, por distanciarse de los ‘excesos’ de la dictadura, pero creo que habría caído bien de todas maneras, con su simpático bigote y su energía a flor de piel y su voluntad de responder con franqueza a todas las preguntas, la forma en que reaccionó cuando la noticia de un accidente interrumpió nuestra visita. Araya escuchó con atención mi teoría del síndrome del desierto, pero no se sintió identificado con el modelo psicológico con que yo fantaseaba. Como la mayor parte del personal jerárquico y un número cada vez mayor de trabajadores de María Elena, pasaba allí la mitad de la semana y se trasladaba a Antofagasta el resto –algo similar a lo que había visto en Las Campanas--, pero no se sentía solo, quizás porque su entrenamiento militar lo había preparado para soportar una situación como ésa durante muchos días y noches. ‘Así actúan los pioneros –dijo--. Ningún desierto se conquista sin gente como yo.’
Pero no es eso lo que recuerdo ahora, al día siguiente, este miércoles 15 de mayo, mientras hablo con los pampinos en Antofagasta. No es la insinuación de un lazo que pueda haberse establecido entre Araya y yo, como los que suelen desarrollarse entre hombres que emprenden un viaje juntos. No es eso lo que me viene a la mente. No, lo que recuerdo es algo que me dijo Araya cuando la visita estaba llegando a su fin, mientras regresábamos serpenteando por las tristes calles de María Elena y le pregunté cómo se llevaba con las autoridades locales.
--A las mil maravillas –respondió--. Ellos tienen que llevarse bien conmigo. El verdadero intendente soy yo, no el que eligen los votantes. Cualquier cosa que él quiera hacer, traer un circo, hacer o deshacer algo, cualquier cosa, tiene que pedirme permiso. Yo soy el que decide. Porque todo el pueblo, hasta el último centímetro, pertenece a Soquimich.
Así que este hombre de modales finos con quien yo había pasado la mas placentera de las tardes sería el encargado de expulsar a los habitantes de María Elena si ese pueblo algún día sufría el destino de Pedro de Valdivia. Y esa es la otra cara de la moneda de la electricidad gratis, las fabulosas instalaciones deportivas, los acontecimientos culturales a bajo precio, el alquiler barato de las viviendas. La empresa que se ocupa de la recolección de basura y de las reparaciones de las calles y de arreglar los semáforos que se han roto es la misma que puede arrancar a los residentes de sus viviendas como si fueran pedazos de mineral.
Es lo que Soquimich hizo con todos los hombres y mujeres reunidos alrededor de esta mesa en la Intendencia de Antofagasta.
Es lo que le hizo en particular, a Eduardo Riquelme, el director de la escuela de Pedro de Valdivia, un hombre de ochenta años que, según todos los presentes, fue la última persona en marcharse de ese pueblo, quien se quedó incluso después de que las autoridades cortaran la electricidad de la que había sido su casa para obligarlos a él y a su esposa a partir. ‘Riquelme fue –insisten sus compañeros— el que apagó la luces.’ Esa es la razón por la que me he abalanzado sobre él, le he preguntado por que no quería irse, que lo había hecho quedarse hasta el último momento, seis meses después de que el último de los otros pedrinos se hubieran despedido.

Riquelme ni siquiera nació en Pedro de Valdivia. Llegó a ese pueblo en 1952; era un maestro de escuela primaria de treinta años que buscaba un lugar en el desierto donde no sufriera ataques de asma. La noche que descendió del tren después de un arduo viaje de tres días desde el sur, era tan tarde que no pudo encontrar alojamiento y terminó en la comisaría donde, después de anunciar que su padre era sargento de policía, le prestaron un catre para pasar la noche. Al día siguiente se despertó al alba, se afeitó, y salió para presentarse en la escuela. Dio unos pasos y se resbaló en el polvo. ‘Me di un costalazo –dice riendo, Riquelme--. Me caí.’ En vez de verlo como un mal presagio, pensó: ‘Ya pague el terreno. Esta es la forma en  que esta tierra me dice que me quede, que jamás me separe de ella. Y me quedé cuarenta y cuatro años.’
Me cuenta todo eso con voz sonora y melodiosa de barítono, que es aún más sorprendente porque él es un hombre pequeño, por lo menos físicamente, con gestos precisos y pronunciación premeditada, un hombre acostumbrado a las conferencias públicas y a hacerse entender con claridad.
¿Por qué le gustaba tanto esa salitrera?
Menciona, por supuesto, todos los beneficios y comodidades –todos los pedrinos lo hacen--, pero luego detalla otros rasgos de esa comunidad que, una vez más, me conectan con los días heroicos de la pampa, cómo debió de ser cuando los hombres comenzaron a llegar desde otras comarcas, con qué se encontraron además de la explotación y un sol fervoroso bajo un cielo sin árboles.
Pedro de Valdivia era un imán, dice. A él le encantaba que vinieran personas de todo Chile, todos con una historia diferente que contar y un linaje diferente que defender. ‘Las condiciones en el desierto son duras y la vida no es fácil –dice--. Uno precisa a los vecinos más que en una gran ciudad. Sólo nos tenemos a nosotros mismos para sobrevivir. Por eso la solidaridad entre nosotros es más fuerte, más necesaria que en cualquier otro lugar. Y eso lleva a una cultura de tolerancia y participación. –Hace una pausa--. Creía que mi esposa y yo permaneceríamos allí hasta que se terminara la pampa o mi vida. Pero en cambio, lo que se acabó fue el pueblo.’
--Aunque no queríamos creerlo –interviene uno de los pampinos, tal vez Ángel Lattus--. Yo nací en Oficina Vergara, pero Pedro de Valdivia fue mi hogar.
Vuelvo a Eduardo Riquelme. Sus emociones son reales, su dolor es real, y sin embargo no siento que me haya convencido del cómo y el porqué él estaba tan encariñado con ese lugar. Sus explicaciones suenan un poco abstractas, como las de un maestro de escuela recitando un texto. Quería presionarlo un poco más. Pedro de Valdivia había cerrado en enero de 1996 y él se había quedado medio año más. Le pregunto sobre esos seis meses en los que él y su mujer fueron los únicos habitantes de lo que se había convertido en un pueblo fantasma, le pregunto sobre la última noche que durmieron en su casa antes de que los obligaran a marcharse.
Mire –dice, y aunque pienso que está cambiando de tema, en realidad va a contestarme--, yo llegué a esa casa en 1964. Y casi de inmediato comencé a plantar un huerto… Había una especie de tronco casi seco que no quería salir. Por más que yo excavara, tironeara y tratara de arrancarlo de raíz, el árbol no se movía. Todavía le crecían algunas ramas. No muy gruesas, más bien como un palo de escoba, pero resistía. Así que empecé a regarlo, y en 1996, cuando tuvimos que marcharnos, bueno, el árbol aún seguía allí y no me lo podía llevar. Así que nos quedamos. Al principio nos dejaron. Después nos cortaron la electricidad.
‘De todas formas nos quedamos. Nos hacíamos la comida en un brasero a carbón. Pero más tarde nos dijeron que iban a cortarnos el agua. En junio, era el año 1996. Y ya no pudimos hacer nada. Bueno, teníamos que irnos. Y dedicamos ese día a poner todas las plantas en canastas. Y por la noche preparamos la última comida en nuestra casa, donde nacieron nuestros hijos, comentamos lo bueno que había sido la vida para nosotros en ese lugar. Y antes de irnos a dormir, regué el árbol por última vez. A la mañana siguiente preparé café en el brasero… La tetera estaba tan negra por el carbón del brasero que la dejamos allí. Jamás podríamos limpiarla. Durante treinta y dos años, la cama estuvo ubicada en dirección este/oeste… Y justo antes de irnos, la ubicamos en dirección norte/sur. Porque no queríamos que quedara de la misma manera en que había estado todos esos años. Nuestra vida comenzaba de nuevo. Y la cama no tendría que quedarse con ningún mal recuerdo cuando la dejáramos.’
--¿Y nunca volvió a ver esa casa, ese árbol?
--Nacemos –dice, modulando esa voz que me recuerda a los hombres que cantan en los cuartetos vocales, en los coros, en los concursos de aficionados a la ópera—y apenas nacemos comenzamos a morir; cada una de nuestras experiencias muere en el acto y lo que nos mantiene en pie es el recuerdo de esos momentos de alegría. Pero no deberíamos tratar de repetirlos.
Hay un momento de silencio.
Le pregunto qué hace ahora, que hacen todos ellos.
Tienen un centro en Antofagasta, una especie de club social, pero Riquelme y algunos de los otros también han creado algo que llaman Hermandad de la Pampa. Pasan muchos días visitando los viejos pueblos abandonados, desde Taltal hasta Piragua, a lo largo de ochocientos kilómetros de desierto. El 1 de noviembre, el Día de los Muertos, me cuenta Riquelme, él siempre visita un pueblo al que no haya ido antes. Lleva flores y arregla la tumba de un adulto y otra de un niño. No sabe quienes son; elige dos tumbas cualesquiera. ‘Estas son las personas que hicieron rico a Chile –dice--. Y nadie las recuerda. Los mártires que fueron masacrados, que murieron, que construyeron este país. Voy a esas oficinas abandonadas para redimir el pecado de la amnesia cometido contra esos muertos.’
Pienso en Oficina Alemania y en el cementerio que no tuve tiempo de ver. Le pido que me describa la última salitrera que ha visitado.
--¿La última?
Bueno, cualquier salitrera de la que quiera hablarme.
--Cecilia –dice Eduardo Riquelme--. Cecilia era la más moderna de todas las salitreras. La construyeron siguiendo los planos que habían traído de San Francisco, California. Y como yo toco el acordeón, decidí que quería tocarlo en el teatro de Cecilia, las ruinas de ese teatro de Cecilia, y allí pase el día. No soporto ver los despojos de Pedro de Valdivia, el polvo que cae, la madera que se roban día a día, pero las ruinas de Cecilia son diferentes.
‘Nuestras propias ruinas duelen mas’, digo.
Riquelme hace un gesto de asentimiento.
--Así que ese día –continúa—fui a la Oficina Cecilia, cerca de Chacabuco, y tomé una silla plegable, la puse en el teatro, porque quería estar solo… He pasado tanto tiempo con gente toda la vida y necesitaba un espacio para mi soledad… Y pase todo el día con una lata de atún, un limoncito, una botella de cerveza, y empecé a tocar el acordeón, completamente solo. Toqué para mi.
Y entonces Eduardo Riquelme hace una pausa.
--Para mi –dice--. Y para los fantasmas.

   foto tomada de la red



Ariel Dorfman
MEMORIAS DEL DESIERTO
2004





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