jueves, 4 de febrero de 2010











Blhoja 015. FRAGMENTOS





“En las inmediaciones de la casa de Neruda, un grupo de soldados había levantado una barrera, y más atrás, un camión militar dejaba girar sin ruido la luz de la sirena. Llovía levemente; una fría garúa de la costa, más fastidiosa que mojada. El cartero tomó el atajo, y desde la cumbre de la pequeña colina, la mejilla hundida en el barro, se hizo un cuadro de la situación: la calle del poeta bloqueada hacia el norte, y vigilada por tres reclutas cerca de la panadería. Quienes necesariamente debían cruzar ese tramo, eran palpados por los militares. Cada uno de los papeles de la billetera era leído con mas ansias de mitigar el tedio de vigilar una caleta insignificante que con minuciosidad antisubversiva; si el transeúnte cargaba una bolsa se le conminaba sin violencia a mostrar uno a uno los productos; el detergente, el cartón de fideos, la lata de té, las manzanas, el kilo de papas. Luego se le permitía pasar con un aburrido aleteo de la mano. A pesar de que todo era nuevo, a Mario le pareció que la conducta de los militares tenía un sabor rutinario. Los conscriptos solo se endurecían y aceleraban sus desplazamientos cuando cada cierto lapso venía un teniente de bigotes y de amenazante vozarrón.
Estuvo hasta el mediodía escrutando las maniobras. Luego descendió cauteloso, y sin tomar la motoneta, dio un enorme rodeo por detrás de los caseríos anónimos, alcanzó la playa a la altura del muelle y bordeando los acantilados avanzó hasta la casa de Neruda descalzo por la arena.


En una cueva cercana a las dunas puso a salvo la bolsa tras una roca de peligrosas aristas y con la mayor prudencia que le permitían los frecuentes y rasantes helicópteros rastreando la orilla, extendió el rollo que contenía los telegramas, y durante una hora los leyó. Sólo entonces estrujó el papel entre las palmas y después lo puso bajo una piedra. La distancia hacia el campanario, aunque empinada, no era larga. Pero lo detuvo una vez mas ese transito de aviones y helicópteros que había conseguido ya el exilio de las gaviotas y los pelícanos. Por el abusivo engranaje de su hélice y la fluidez con que de pronto se quedaban suspendidos sobre la casa del vate, le parecieron fieras que olieran algo o un voraz ojo delator, e inhibió su impulso de trepar la colina exponiéndose tanto a despeñarse, como a ser sorprendido por la guardia del camino. Buscó el consuelo de la sombra para moverse. Aunque no había oscurecido, de alguna manera la arisca pendiente parecía mas protegida sin la presencia de ese sol que a ratos rajaba los nubarrones y denunciaba hasta los restos de botellas quebradas y los pulidos guijarros sobre la playa.
Ya en el campanario echó de menos una fuente de agua donde lavarse los rasguños en las mejillas y sobre todo las manos, que soltaban de sus surcos hilachas de sangre mezcladas con sudor.
Al asomarse a la terraza, vio a Matilde con los brazos cruzados sobre el pecho, y la mirada enredada en el sonsonete del mar. La mujer desvió la vista cuando el cartero le hizo una señal, y este, llevando un dedo a los labios, le imploró silencio. Matilde vigiló que el trecho hasta la habitación del poeta no cayera en el campo visual del guardia callejero y le dio el pase con un parpadeo que indicaba hacia el dormitorio.


Tuvo que mantener un instante la puerta entreabierta para distinguir a Neruda en esa penumbra con olor a medicinas, ungüentos, a madera húmeda. Pisó la alfombra hasta su cama con la pulcritud del visitante de un templo e impresionado por la ardua respiración del poeta, por ese aire que antes que fluir parecía herirle la garganta.
--Don Pablo –susurró bajo, cual si acomodara su volumen a la tenue luz de la lámpara envuelta en una toalla azul. Ahora le parecía que quien había hablado era su sombra. La silueta de Neruda se encaramó trabajosa sobre el lecho y los ojos deslucidos pesquisaron la penumbra.
--¿Mario?
--Si, don Pablo.
El poeta extendió el fláccido brazo pero el cartero no notó su oferta en ese juego de contornos sin volúmenes.
--Acércate muchacho.
Junto al lecho, el poeta le prendió la muñeca con una presión que a Mario le impresionó como febril e hizo que se sentara cerca de la cabecera.
--Esta mañana quise entrar pero no pude. La casa está rodeada de soldados. Solo dejaron pasar al médico.
Una sonrisa sin fuerza abrió los labios del poeta.
--Yo ya no necesito médico, hijo. Sería mejor que me mandaran directamente el sepulturero.
--No hable así, poeta.
--Sepulturero es una buna profesión, Mario. ¿Te acuerdas cuando Hamlet está enredado en sus especulaciones y el sepulturero le aconseja: ‘Búscate moza robusta y déjate de tonterías’?
El muchacho pudo distinguir ahora una taza sobre el velador y conminado por un gesto de Neruda se la acercó a los labios.
--¿Cómo se siente don Pablo?
--Moribundo. Aparte de eso nada grave.
--¿Sabe lo que está pasando?
--Matilde trata de ocultármelo todo, pero yo tengo una minísima radio japonesa debajo de la almohada. –Tragó una bocanada de aire, y en seguida lo expulsó temblando. --Hombre, con esta fiebre me siento como pescado en la sartén.
--Ya se le va a acabar, poeta.
--No, mijo. No es la fiebre la que se va a acabar. Es ella la que va a acabar conmigo.
Con la punta de la sábana el cartero le limpió el sudor que le caía desde la frente hasta los párpados.
--¿Es grave lo que tiene, don Pablo?
--Ya que estamos en Shakespeare, te contestaré como Mercurio cuando lo ensarta la espada de Tibaldo. ‘La herida no es tan honda como un pozo, ni tan ancha como la puerta de una iglesia, pero alcanza. Pregunta por mí mañana y verás que tieso estoy.’
--Por favor, acuéstese.
--Ayúdame a llegar hasta la ventana.
--No puedo. Doña Matilde me dejó entrar porque…
--Soy tu celestino, tu cabrón y el padrino de tu hijo. Con estos títulos ganados con el sudor de mi pluma te exijo que me lleves hasta la ventana.
Mario quiso controlar el impulso del poeta apretándole las muñecas. La vena de su cuello saltaba como un animal.
Hay una brisa fría, don Pablo.
--¡La brisa es relativa! Si vieras qué viento gélido me sopla en los huesos. Es prístino y agudo puñal definitivo, muchacho. Llévame hasta la ventana.
--Aguántese ahí, poeta.
--¿Qué me quieres ocultar? ¿Acaso cuando abra la ventana no estará allí abajo el mar? ¿También se lo llevaron? ¿También me lo metieron en una jaula?
Mario adivinó que la ronquera le subiría a la voz junto a esa humedad que empezaba a brotarle en la pupila. Se acarició lento su propia mejilla y luego se metió como un niño los dedos en la boca.
--El mar está allí, don Pablo.
--¿Entonces qué te pasa? –gimió Neruda, con los ojos suplicantes. –Llévame hasta la ventana.
Mario hundió sus dedos bajo los brazos del vate y lo fue alzando hasta que los tuvo de pie a su lado. Temiendo que se desvaneciera, lo apretó con tal fuerza, que pudo percibir en su propia piel la ruta del escalofrío que sacudió al enfermo. Como un solo hombre vacilante avanzaron hasta la ventana, y aunque el joven corrió la espesa cortina azul no quiso mirar lo que ya podía ver en los ojos del poeta. La luz roja de la sirena latigueó su pómulo intermitentemente.
--Una ambulancia—se rió el vate con la boca repleta de lágrimas. --¿Por qué no un ataúd?
--Se lo van a llevar a un hospital en Santiago. Doña Matilde está preparando sus cosas.
--En Santiago no hay mar. Solo sastres y cirujanos.
El poeta dejó caer la cabeza contra el vidrio y este se empañó con su aliento.
--Usted esta ardiendo, don Pablo.


--Dime una buena metáfora para morirme tranquilo, muchacho.
--No se me ocurre ninguna metáfora, poeta, pero óigame bien lo que tengo que decirle.
--Te escucho hijo.
--Bueno; hoy han llegado mas de veinte telegramas para usted. Quise traérselos, pero como la casa estaba rodeada me tuve que volver. Usted me perdonará lo que hice, pero no había otro remedio.
--¿Qué hiciste?
--Leí todos los telegramas y me los aprendí de memoria para poder decírselos.
--¿De dónde vienen?
--De muchas partes. ¿Comienzo con el de Suecia?
--Adelante.
Mario hizo una pausa para tragar saliva, y Neruda se desprendió un segundo, y buscó apoyo en la manilla del ventanal. Contra los vidrios turbios de sal y polvo, soplaba una ráfaga que los hacía vibrar. Mario mantuvo la vista sobre una flor derramada contra el canto de un jarrón de greda, y reprodujo el primer texto, cuidando de no confundir las palabras de los diversos cables.
--‘Dolor e indignación muerte presidente Allende. Gobierno y pueblo ofrecen asilo poeta Pablo Neruda. Suecia.’
--Otro—dijo el vate sintiendo que subían sombras a sus ojos y que como cataratas o galopes de fantasmas buscaban trizar los cristales para ir a reunirse con ciertos borroso cuerpos que se venían levantando desde la arena.
--‘México pone a disposición poeta Neruda y familia avión pronto traslado aquí’—recitó Mario, ya con la seguridad de que no era oído.
La mano de Neruda temblaba sobre la manilla de la ventana, quizás queriendo abrirla, pero al mismo tiempo como si palpara entre sus dedos crispados la misma materia espesa que le rondaba por la venas y le llenaba la boca de saliva. Creyó ver que desde el oleaje metálico que destrozaba el reflejo de las hélices de los helicópteros y expandía los peces argentinos en una polvareda destellante, se construía como agua una casa de lluvia, una húmeda madera intangible que era toda ella piel pero al mismo tiempo intimidad. Un secreto rumoroso se le revelaba ahora en el trepidante acezar de su sangre, esa negra agua que era germinación, que era la oscura artesanía de las raíces, su secreta orfebrería de noches frutales, la convicción definitiva de un magma al que todo pertenecía, aquello que todas las palabras buscaban, acechaban, rondaban sin nombrar, o nombraban callando (lo único cierto es que respiramos y dejamos de respirar, había dicho el joven poeta sureño despidiéndose de su mano con que había señalado un cesto de manzanas bajo el velador fúnebre): su casa frente al mar y la casa de agua que ahora levitaba tras esos vidrios que también eran agua, sus ojos que también eran la casa de las cosas, sus labios que eran la casa de las palabras y ya se dejaban mojar dichosamente por esa misma agua que un día había rajado el ataúd de su padre tras atravesar lechos, balaustradas y otros muertos para encender la vida y la muerte del poeta con un secreto que ahora se le revelaba y que con ese azar que tiene la belleza y la nada, bajo una lava de muertos con ojos vendados y muñecas sangrantes le ponía un poema en los labios que él ya no supo si dijo, pero que Mario si oyó cuando el poeta abrió la ventana y el viento desguarneció las penumbras:
Súbitamente el poeta alzó la vista hacia el techo y pareció observar algo que se desprendía entre las vigas con los nombres de sus amigos muertos. El cartero fue alertado por un nuevo escalofrío de que la temperatura le aumentaba. Iba a anunciárselo a Matilde con un grito cuando lo disuadió la presencia de un soldado que venía a entregarle un papel al chofer de la ambulancia. Neruda se empeñó en caminar hacia el otro ventanal como si le hubiera sobrevenido un asma; al prestarle apoyo, supo ahora que la única fuerza de ese cuerpo residía en la cabeza. La sonrisa y la voz del vate fueron débiles cuando le habló, sin mirarlo.



Yo vuelvo al mar envuelto por el cielo,
El silencio entre una y otra ola
Establece un suspenso peligroso:
Muere la vida, se aquieta la sangre
Hasta que rompe el nuevo movimiento
Y resuena la voz del infinito.


Mario lo abrazó desde atrás, y levantando las manos para cubrirle sus pupilas alucinadas, le dijo:
--No se muera, poeta.”







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