viernes, 23 de abril de 2010













Blhoja 026 – FRAGMENTOS






“MIL OCHOCIENTOS NOVENTA Y UNO. En enero estalla la Guerra Civil en Chile. El presidente de la nación en ejercicio, José Manuel Balmaceda, elegido por sufragio universal, había intentado llevar a cabo la nacionalización de las compañías salitreras que operaban en el desierto de Tarapacá (norte del país). El día del estallido de la guerra, la Armada (la Marina) dio una señal convenida de antemano sacando parte de sus unidades a alta mar desde el puerto de Valparaíso. (Este acto de lesa inconstitucionalidad se repetiría con igual eficacia e irreprochable espíritu rufianesco, ochenta y un años y nueve meses más tarde, para derrocar a otro mandatario también elegido por sufragio universal.) Los facciosos de 1891 fueron abundantemente apoyados con dinero, armamento y pertrechos por el imperialismo inglés, a la sazón principal explotante de las salitreras. En sólo dos batallas –Concón y Placillas—Balmaceda pierde la guerra. Se refugia en la Legación Argentina y se suicida. Diez mil muertos cuesta la Contrarrevolución de 1891 a Chile, porque en aquel entonces los verdaderos complotadores contra el gobierno fueron inmediatamente enfrentados con las armas en la mano por los verdaderos defensores del gobierno, hecho que no se repetirá en el curso de la segunda experiencia de este tipo, perpetrada el siglo siguiente.
Como hay agitación, conmoción y pronunciamientos en todo el país, el ingeniero Julio Popper, acompañado por su secretaria, la señorita Drimys Winteri, se traslada a Buenos Aires. Abriga el propósito de dictar su segunda conferencia sobre la Tierra del Fuego, la que tendrá lugar el 27 de julio de 1891, en la nueva sede del Instituto Geográfico Argentino, situada en Alsina 477, Capital Federal. Es posible que en un intento de amenguar o borrar las pésimas impresiones que quedaron como secuela de su primera conferencia, dictada cuatro años y tres meses antes, en particular relacionadas con su singular confesión de coparticipación en el genocidio cometido contra la raza selk´nam, esta vez ocupa buena parte de su tiempo de palabra para apagar las pasiones y controversias y rendir un homenaje a los coterráneos de Drimys Winteri, de quien, sea discretamente remarcado, nadie sospecha su origen selk´nam. La misma estrategia rectificativa configura sus escritos y artículos destinados a la prensa. He aquí un pasaje subrayado de su disertación, esta vez sin las escandalosas pruebas fotográficas al apoyo:
La Isla Grande de Tierra del Fuego –dice—que los aborígenes denominan Onasín (País de los Hombres), está habitada por los Onas (selk´nam), indios de aspecto viril, robustos, de constitución física fuerte, cuya elevada estatura recuerda la de los Tehuelches (raza que poblaba la Patagonia), y cuyo rostro, de pronunciadas y enérgicas facciones, al de los indios norteamericanos. Lejos de responder a las descripciones de ciertos sabios de gabinete –Charles Darwin, entre otros--, esta raza representa al hombre primitivo en su más perfecta condición de evolución moral y física.
El antropólogo que hoy quiera conocer al hombre de la edad de piedra, el etnógrafo que a fines del siglo XIX desea obtener la etnología prehistórica, el paleontólogo que quiera ver usar el sílex como arma, las trompas marinas como vasos, los omóplatos como palas, vaya a Tierra del Fuego y allí encontrará al hombre primitivo viviendo, no en cavernas, sino a la intemperie, apreciará no ya las deducciones empíricas, sino la vida prehistórica en su más patente realidad. El aspecto, el carácter fisiológico, y ciertas costumbres de esta raza excepcional, se hallan descritos por el que habla en el Boletín del Instituto correspondiente al mes de mayo de 1887. En aquella fecha no pude entablar con ellos relaciones amistosas, por lo cual muchos murieron. Les atribuí poco desarrollo en sus facultades intelectuales. Desde entonces, he podido cerciorarme que no sólo son susceptibles de llegar al más alto grado de perfección, sino que están dotados de elevados y nobles sentimientos humanitarios, que tienen raciocinio sensato, que son magnánimos hasta el punto de saber perdonar a sus enemigos, que –más aún—llevan el desdén de la venganza hasta compensar el bien con el mal, hasta convertirse en protectores de la raza que los masacra, conduciendo náufragos asesinos varados en las playas, hacia los puntos en que puedan encontrar auxilio de los suyos.’



(...)




…fue la expedición de Magallanes la primera que abrió el fantástico camino de las revelaciones de un mundo globalmente inédito. El Capitán General Fernao de Magalhaes –que siglo a siglo fue transformándose paulatinamente en Fernando de Magaglianes, Fernando de Magalhaes, Ferdinand de Magellan, Hernando de Magallanes--, decidió navegar hacia el sudeste el año 1519. Tenía el propósito de descubrir una vez más el ‘Estrecho de Todos los Santos’, que figuraba también con el nombre de ‘Madre de Dios’, y otros apelativos en antiguas cartas marítimas. Recibió la autorización expresa del monarca don Carlos, rey de España. Mantuvo a sus cuatro tripulaciones en la ignorancia más absoluta con respecto al verdadero objetivo y duración del viaje –que fue en realidad un periplo--. El navegante portugués era un tipo retaco, de trato difícil, presa de frecuentes estados depresivos, y cuidadosamente odiado por la oficialidad española que lo secundaba, probablemente a causa de su nacionalidad. Un médico de la época adelantó la hipótesis de que su estomago ulcerado estaba el origen de su carácter agrio. Otro, que su irritabilidad procedía de la imposibilidad de fornicar, pues la sífilis le estaba carcomiendo el pene. Sin embargo el navegante resultó muy ducho en cosas de mar. A fin de que las cuatro naves que componían la expedición no se separaban bajo ninguna circunstancia, ideó una estratagema que puede describirse como sigue: dispuso que la nave capitana marchara de noche precediendo a las otras. En la popa conservaría encendida en permanencia una antorcha de leña que llamó ‘farol’.
(…)

La expedición zarpó el 10 de agosto de 1519, desde Sevilla. (…)

Invernaron dos meses en una ensenada que descubrieron muy al sur. No le dieron nombre. Tampoco supieron que ya se encontraban navegando a la altura de la Patagonia. Estos dos meses fueron marcados por la ausencia de vida en las colinas que rodeaban la ensenada. Sin embargo, un día, al final de su estancia, y como tipos expertos en encontrar lo que no buscaban, descubrieron al primer pámpida. Era de estatura gigantesca, dirían, se hallaba desnudo en la ribera de la ensenada, bailaba, cantaba y vertía una suerte de polvo blanco sobre su cabeza. Uno de los marineros descendió a tierra y parándose frente al pámpida, imitó sus gestos en signo de paz y de amistad. Tan alto era que ningún español le pasaba de la cintura, e incluso, los portugueses que integraban la expedición, apenas asomaban la nariz por encima de su sexo. Tenía el rostro teñido de rojo, y sus ojos, circundados con un ungüento amarillo. En el centro de cada mejilla llevaba pintado un corazón, colorida corazonada de esa raza pedestre, andariega por excelencia. Pronto llegaron otros pámpidas. A la vista de los extraños, comenzaron a bailar y a cantar con un dedo en alto, ofreciéndose polvos blancos los unos a los otros. Un hombre puso frente al rostro del primer pámpida un espejo de acero bruñido. El acero se fabricaba en España desde la época romana. El pámpida saltó hacia atrás al contemplar sus trashumantes facciones, derribando a cuatro marineros y sus cuatro arcabuces, más sus cuatro sorpresas. El relator creyó ver que las mujeres pámpidas de más edad tenían tetas que les colgaban hasta la mitad del antebrazo, lo que podría sugerir la magnitud del poder de succión de un pámpida macho. Quince días después, hallaron cuatro gigantes sin armas, cada uno pintado de modo distinto. Les llenaron las manos de objetos sin valor, en especial, cuentas de vidrio, y luego, Magallanes hizo traer un par de grilletes de hierro. A causa de las cuentas de vidrio, los pámpidas no pudieron cogerlos y se mostraron desconsolados.



El capitán hizo señas a un hombre para que se ofreciera a colocárselos en los pies. Al comienzo estaban inmóviles y parecían felices. Solo cuando quisieron partir se dieron cuenta de que no podían separar los tobillos. Bufaron como toros. Se revolcaron. Pidieron a grandes voces a Setebos, un espíritu maligno, que les ayudara a liberarse. Uno comenzó a llorar por su mujer, pues había una extraña relación de amor profundo entre un pámpida y su pámpida. Otro dio de repente un puntapié al viento que pasaba y reventó los hierros. Corrió de modo tan vertiginoso que en pocos segundos desapareció de la vista de los navegantes. Estos ‘hirieron de manera leve a los otros tres en la cabeza para tenerlos quietos y obligarlos a que nos condujeran hasta sus mujeres’. Las divisaron un poco más lejos. Ellas, apenas vieron a los caníbales blancos que traían engrillados y sangrando a sus maridos, se perdieron a la carrera. Ningún español pudo darles alcance. Varios pámpidas que estaban con ellas dispararon algunas flechas contra los invasores. La cuarta atravesó un muslo hispano, y el infeliz murió en seguida, pues el dardo estaba untado con veneno. El religioso relator cierra el capítulo con estas palabras de beatitud prodigiosa: ‘—Los nuestros, aunque disponían de escopetas y ballestas, jamás pudieron herirlos, pues ellos, cuando pelean, no se están nunca quietos, antes saltan de acá para allá. Enterró a su muerto nuestra cuadrilla, e incendió cuanto abandonaron los fugitivos. Ciertamente, tales gigantes corren más que un caballo, y son celosísimos de sus esposas’.


(…)
Magallanes abandonó su estrecho el 20 de noviembre de 1520, hundiéndose en los fragores del Pacífico. (…)
… en la Misión Anglicana de Ushuaia, una joven selk´nam llamada Drimys Winteri, leyó más de una vez la patética aventura de su descubridor. Como prueba de estas lecturas, al borde de la última página, en el volumen correspondiente, dejó escrito de su puño y letra, entre su primera captura y su primera fuga:
--¿Por qué no te fuiste a ser grande en tu tierra, en lugar de venir a matar tan lejos, debajo de esa orgullosa cruz llena de sangre?’.”
PATRICIO MANNS - El corazón a contraluz (1996) - EMECE (3º impresión) 1998





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