Blhoja 064 – LA
VUELTA A EUROPA EN 38 DIAS
.2.Paris (Setiembre de 2011)
Después de casi una hora de espera, apareció el
mozo con dos enormes crèpes con queso, jamón, huevo, tomate, cebolla y que se
yo que mas. Para la espera habíamos pedido un plato con cuatro quesos que resultaron
una exquisitez; ya en los desayunos buffet de los hoteles, los quesos daban la
nota: el aroma intenso, el sabor justo. Acompañando, una cerveza. Sin postre,
no daba para mas.
Casi
a las 2 de la tarde salimos de Au Clairon des Chasseurs satisfechos y
dispuestos a recorrer estas alturas de Montmartre. Callecitas serpenteantes con
sus viejos adoquines, unas que bajaban y otras que subían. Un viñedo en la
esquina y mas allá, doblando a la izquierda, el Museo de Montmartre. Una
ventana abierta y una linda dama cocinando una crepe, --permiso!— clic, y allí
quedo plasmado uno de los pasos principales para llegar a la exquisitez. Detrás de mí, en una callecita como una
grieta en los edificios, una pareja de recién casados posaban para un fotógrafo
inspirado, que disfrutaba junto a ellos bajo fugaces chaparrones que ya habían
manchado el blanco encaje del vestido de la novia. Mas allá la Place du Tertre, quizás con
el fantasma del Picasso pobre merodeando por allí y con la voz de Edith Piaf
sonando desde algún aparato electrónico en algún puesto de pintor, algún bar o
algún negocio de souvenirs.
En
la cima como bonete, la
Sacré Coeur en su ubicación privilegiada: la vista de la
mayor parte de París: a la derecha la torre Eiffel, inconfundible. Casi en
frente Notre Dame, atrás el Panteón y hacia un costado a la derecha Inválidos.
Bajamos
y ya en el Boulevard de Rochechouart no agarró el agua. Caía la lluvia a
baldazos y nos refugiamos en un lindo barcito. Íbamos hacia el Moulin Rouge. Ya
en el Bl. de Clichy la cosa se puso caliente. Salio el sol, la humedad del piso
empezó a subir y los sex shop, cines porno y cabarets aparecían a cada paso.
Chicas y muchachos ofreciendo sus servicios o la entrada a algún espectáculo
vespertino.
Después
de la foto con el molino rojo detrás nos fuimos hacia la Opera. Tras una la larga
caminata, un merecido descanso en el Café de la Paix.
Con un mas que precario ingles, Osvaldo le preguntó
a dos viejas que descansaban a la entrada del metro en la Plaza de la Opera , donde quedaba el
Folies Bergere, yo les mostraba el mapa indicándole donde estábamos ahora.
Las
viejas miraban y daban vuelta el mapa y charloteaban en francés y daban algunas
indicaciones en otro tanto precario inglés. Mas o menos entendimos,
principalmente por la seña que nos hizo en un momento con el brazo indicando el
lugar por el que habíamos llegado. –Gracias, muchas gracias… tenkiu, mercí…--
Allí ellas dieron a conocer su origen cuando en un shesheante eshpañol gritaron
muy divertidash—hablan eshpañol!!!... –Claro coño!!, éramos argentinos que sin
saber una palabra de francés pretendíamos que los franceses nos guíen a nuestro
destino. Ahora entendimos con los oídos, lo mismo que habíamos entendido a
señas. Si bien no estaban muy seguras, era para allá, o sea que debíamos
retroceder sobre nuestros pasos. Llegamos a la Rue la Fayette y caminamos por esas calles casi
desiertas de un domingo 11 de septiembre cerca de las seis de la tarde. Una
joven parejita de novios intentó explicarnos sin mucha seguridad, donde pensaban
que podía estar, el muchachito nos marcó un circulito en el mapa luego de
algunas deliberaciones entre ellos, y allá seguimos. Íbamos bien, pero
inseguros. Osvaldo, como siempre, volvió a preguntar, esta vez a un taxista. Yo
me quede parado en la placita de la
Fayette y Provence, enojado, refunfuñando porque Osvaldo no
paraba de preguntar y el taxista no tenía la menor idea, pero si mucha
disposición ya que hablo por radio o celular … busco mapas… pero nada, no sabía
ni nadie sabía decirle. El tiempo pasaba y nos alejábamos cada vez mas del
museo del Louvre que era nuestro próximo destino. Osvaldo volvió sin respuesta,
puteando contra los franceses y su ignorancia sobre la ciudad. Yo gritándole
que era hora que dejara de preguntar y vayamos hacia donde nos habían marcado
los chicos. En fin, peleamos como siempre y con cara de perro seguimos unas
cuantas cuadras mas. Cuantas? El mapa era medio confuso y ellos nos dijeron
unos 10 minutos…pero cuantos metros son diez minutos...? diez minutos caminando
rápido, lento, normal…como es caminar normal? Eso que te digan las distancias
en minutos era medio complicado de entender, pero había que acostumbrarse, la
información venía así.
Después
de unos cinco, seis… seis minutos y veinticinco segundos… siete minutos y dos
segundos? … después de unos minutos de caminata llegamos a la Rue du Faub. Montmartre y
doblamos a la derecha hacia el punto marcado. Hicimos una cuadra, cruzamos la
calle y le preguntamos a una señora que estaba paseando su perro dálmata. Otra
vez entendimos mas a su brazo que a lo que nos contestó. Gracias, gracias… y
emprendimos la marcha. Creo haber escuchado algo así como “cinc minnnt” pero no
le di importancia, volvimos a la calle que habíamos cruzado dos minutos antes y
caminamos en la misma dirección que llevábamos por la Fayette. Hicimos
una cuadra y unos metros mas, o sea, después de caminar un minuto y medio (ya a
esa altura estábamos a las disparadas), tuvimos en frente a nuestros ojos al
Folies Bergere. Estaba cerrado. Las persianas rojas bajas. Pero estábamos en
frente del Folies. Por que tanta importancia? Es que la obra de teatro que
habíamos representado ese año, hacía una importante mención al Folies, es mas,
habíamos hecho algo así como un pequeño escenario como imagen de un pasado en
ese cabaret y ya que estábamos en París… como no estar, aunque sea, viendo su
fachada.
Después de unas fotos de rigor emprendimos la
vuelta. En vez de volver por la
Fayette decidimos seguir por la misma calle que en la Faub. Monmartre cambia de
nombre, de Rue Richer pasa a llamarse Rue de Provence. Después de tres cuadras,
o siete minutos que se yo, llegamos a la placita donde estuve refunfuñando
mientras Osvaldo le preguntaba al taxista… en fin… la cosa es que en la avenida
de l`Opéra compramos unos chocolates artesanales y nos fuimos endulzando hasta
el Luvre que por supuesto a esa hora estaba cerrado pero igual entramos por Le
Carrusel du Luvre, una galería comercial que nos llevó directo debajo de la
gran pirámide. Fotos y mas fotos. Quince minutos después descansábamos sentados
junto a la fuente, frente a la polémica pirámide.
Caminamos
por el jardín de las Tullerias y ya en la Place de la Concorde había oscurecido. Parecía increíble
andar por Champs Élysées, pero allí estábamos, pasando frente a Le Grand Palais,
las grandes tiendas de renombre, el Lido. Por esta avenida llena de luces y
rodeada de árboles y gente, mucha gente andando por sus amplias veredas.
Entramos
a comer a un restaurante con la convicción que hipotecaríamos nuestras
billeteras. La sorpresa fue grande, a un poco mas de una cuadra del Arco del
Triunfo sobre Champs Élysées, saboreamos un exquisito carpaccio de ternera y
unos spaguettis con salsa bolognesa para chuparse los dedos, acompañado por un
rosado vinito francés, por menos de 100 euros entre los dos. Por el contexto…
una ganga!!
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* Hoy: GUSTAVE FLAUBERT
* Hoy: GUSTAVE FLAUBERT
Madame Bovary
Era los jueves. Emma se levantaba y se vestía en
silencio para no despertar a Carlos, quien la hubiera reprendido cariñosamente
por arreglarse tan temprano. Después caminaba de un lado para otro; se ponía
delante de las ventanas, miraba la plaza. La primera claridad circulaba entre
los pilares del mercado y la casa del farmacéutico, cuyos postigos estaban
cerrados, dejaba ver en el color pálido del amanecer las mayúsculas de su
rótulo.
Cuando el reloj marcaba las siete y cuarto se iba
al «León de Oro», cuya puerta venía a abrirle Artemisa medio dormida. Removía
para la señora las brasas escondidas bajo las cenizas. Emma se quedaba sola en
la cocina. De vez en cuando salía. Hivert enganchaba los caballos sin prisa a
la vez que escuchaba a la tía Lefrançois que, sacando por una ventanilla la
cabeza tocada con gorro de algodón, le hacía muchos encargos y le daba explicaciones
como para volver loco a cualquier otro hombre. Emma se calentaba los pies pateando
con sus botines los adoquines del patio.
Por fin, después de haber tomado la sopa, puesto su
capote, encendido la pipa y empuñado la fusta, Hivert se instalaba
tranquilamente en el pescante.
«La
Golondrina » arrancaba a trote corto, y durante tres cuartos
de legua se paraba de trecho en trecho para tomar viajeros que la aguardaban de
pie, a orilla del camino, delante de la tapia de los corrales. Los que habían
avisado la víspera se hacían esperar; algunos incluso estaban todavía en cama
en sus casas; Hivert llamaba, gritaba, juraba, luego se apeaba e iba a golpear
fuertemente a las puertas. El viento soplaba por las rendijas de las ventanillas.
Entretanto, las cuatro banquetas se llenaban, el
coche rodaba, los manzanos en fila se sucedían; y la carretera, entre sus dos
largas cunetas llenas de agua amarillenta, iba estrechándose continuamente
hacia el horizonte.
Emma la conocía de punta a cabo, sabía que después
de un pastizal había un poste, después un olmo, un granero o una casilla de
caminero; a veces, incluso, para darse sorpresas, cerraba los ojos. Pero no perdía nunca
el sentido claro de la distancia que faltaba por recorrer.
Por fin, se acercaban las casas de ladrillos, la
tierra resonaba bajo las ruedas. «La Golondrina» se deslizaba entre jardines donde se
percibían por una empalizada estatuas, una parra, unos tejos recortados y un
columpio. Luego, en un solo golpe de vista, aparecía la ciudad.
Situada por completo en el anfiteatro y envuelta en
la niebla, se ensanchaba más allá de los puentes, confusamente. Luego la
campiña volvía a subir con una ondulación monótona, hasta tocar en la lejanía
la base indecisa del cielo pálido. Visto así desde arriba, todo el paisaje
tenía el aire inmóvil de una pintura; los barcos anclados se amontonaban en un
rincón; el río redondeaba su curva al pie de las colinas verdes, y las islas,
de forma oblonga, parecían sobre el agua grandes peces negros parados. Las chimeneas
de las fábricas lanzaban inmensos penachos oscuros que levantaban el vuelo por
su extremo. Se oía el ronquido de las fundiciones con el carillón claro de las
iglesias que se alzaban en la bruma. Los árboles de los bulevares, sin hojas,
formaban como una maraña color violeta en medio de las casas, y los tejados,
todos relucientes de lluvia, reflejaban de modo desigual según la altura de los
barrios. A veces un golpe de viento llevaba las nubes hacia la costa de Santa
Catalina, como olas aéreas que se rompían en silencio contra un acantilado.
Algo vertiginoso se desprendía para ella de estas
existencias amontonadas, y su corazón se ensanchaba ampliamente como si las
ciento veinte mil almas que palpitaban allí le hubiesen enviado todas a la vez
el vapor de las pasiones que ella les suponía. Su amor crecía ante el espacio y
se llenaba de tumulto con los zumbidos vagos que subían. Ella lo volvía a
derramar fuera, en las plazas, en los paseos, en las calles, y la vieja ciudad normanda
aparecía ante sus ojos como una capital desmesurada, como una Babilonia en la
que ella entraba. Se asomaba con las dos manos por la ventanilla, aspirando la
brisa; los tres caballos galopaban, las piedras rechinaban en el barro, la
diligencia se balanceaba, e Hivert, de lejos, daba voces a los carricoches en
la carretera, mientras que los burgueses que habían pasado la noche en el
bosque Guillaume bajaban la cuesta tranquilamente en su cochecito familiar.
Se paraban en la barrera; Emma se desataba los
chanclos, cambiaba de guantes, se ponía bien el chal, y veinte pasos más lejos se
apeaba de «La Golondrina ».
La ciudad se despertaba entonces. Los dependientes,
con gorro griego, frotaban el escaparate de las tiendas, y unas mujeres con
cestos apoyados en la cadera lanzaban a intervalos un grito sonoro en las
esquinas de las calles. Ella caminaba con los ojos fijos en el suelo, rozando
las paredes y sonriendo de placer bajo su velo negro que le cubría la cara.
Por miedo a que la vieran, no tomaba ordinariamente
el camino más corto. Se metía por las calles oscuras y llegaba toda sudorosa
hacia la parte baja de la calle Nationale, cerca de la fuente que hay allí. Es
el barrio del teatro, de las tabernas y de las prostitutas. A menudo pasaba al
lado de ella una carreta que llevaba algún decorado que se movía.
Unos chicos con delantal echaban arena sobre las
losas entre arbustos verdes. Olía a ajenjo, a tabaco y a ostras.
Emma torcía por una calle, reconocía a León por su
pelo rizado que se salía de su sombrero.
León continuaba caminando por la acera. Ella le
seguía hasta el hotel, él abría la puerta, entraba... ¡Qué apretón, qué abrazo!
Después se precipitaban las palabras, los besos. Se
contaban las penas de la semana, los presentimientos, las inquietudes por las
cartas; pero ahora se olvidaba todo y se miraban frente a frente con risas de
voluptuosidad y palabras de ternura.
La cama era un gran lecho de caoba en forma de
barquilla. Las cortinas de seda roja lisa, que bajaban del techo, se recogían muy abajo,
hacia la cabecera que se ensanchaba; y nada en el mundo era tan bello como su
cabeza morena y su piel blanca que se destacaban sobre aquel color púrpura,
cuando con un gesto de pudor cerraba los brazos desnudos, tapándose la cara con
las manos.
El tibio aposento con su alfombra discreta, sus
adornos juguetones y su luz tranquila parecía muy a propósito para las intimidades
de la pasión. Las barras terminaban en punta de flecha, los alzapaños de cobre
y las gruesas bolas de los morillos relucían de pronto cuando entraba el sol.
Sobre la chimenea, entre los candelabros, había dos de esas grandes caracolas
rosadas en las que se oye el ruido del mar cuando se las acerca al oído.
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