jueves, 15 de marzo de 2012












Blhoja 063 – LA VUELTA A EUROPA EN 38 DIAS 

.1.Londres (Setiembre de 2011)

Estábamos en el distrito de Southwark, en el centro de Londres, a unas pocas cuadras al sur del río Tamesis. Terminamos de comer un sanguche en frente del hotel y comenzamos a recorrer esta primer ciudad europea que nos recibía por primera vez y al ser, la primera vez, estábamos como quien sale a la calle después de tantos años sin verla. El primer desconcierto fue cruzar la avenida Southwark. Acostumbrarse a mirar hacia el lado donde vienen los vehículos, que como es sabido su dirección es diferente a la nuestra. Luego vimos que en el cordón de la vereda estaba señalizado indicando la dirección a la que había que prestar atención: “look right” “look left”. También había que cuidarse de las bicicletas transitando por las muy bien marcadas bicisendas.
Un cartel nos indico que estábamos próximos al The International Shakespeare Globe Centre, y allí nos fuimos. Estábamos ante el teatro mas antiguo del mundo?. El Globo había estrenado allá por el 1600 varios de los grandes clásicos del gran Guillermo. Aquí, en este edificio, evidentemente reconstruido, anduvo creando el máximo del teatro mundial!.

                            

                             





El hall de entrada, sencillo, amplio, con un mostrador al fondo, donde una señora daba información, mientras ofrecía los programas de las distintas obras que se representaban, que estaban distribuidos sobre este.  A su derecha una escalera llevaba a otro hall donde había mucha gente apoyada en la baranda o paseándose. Luego de la escalera un grupo de adolescentes sentados en el piso, con varias carpetas daban la impresión de estar saliendo de clases o esperando entrar por la puerta que estaba al fondo.  Ahora mirando hacia la calle, leo a mi izquierda “tickets”, me acerco para pispear la boletería y una joven me ofrece algo que, claro, no entendí; se acerca Osvaldo y entre los dos interpretamos que nos estaba ofreciendo entradas para la obra que estaba próxima a comenzar: DR. FAUSTUS de Christopher Marlowe, a las dos de la tarde, parados, a solo 5 libras. En cinco minutos comenzaba!. Subimos la escalera y llegamos al hall alto.Cruzamos una puerta y llegamos a un enorme patio, en frente un edificio alto, blanco, redondeado con un portón antiguo de puertas de madera y herrajes. Las paredes parecían de barro y el techo de paja. Una señora vestida de época recibía las entradas y pedía que no tomara fotos. Me costó entender. Otro portón se abría luego de unos metros.

Unas enormes columnas de mármol colorado aparecieron como primer imagen. Un techo alto sobre el escenario, el cielo. Azules y dorados, una plataforma rectangular sobresaliendo del escenario principal, metiéndose entre la gente parada que cubría la mayor parte del “yard”. Como en U y en tres pisos, las galerías estaban ocupadas por algunos espectadores. Estaba todo listo para comenzar la función.







Actores ingleses, actuando en inglés, en el teatro donde estreno varias de sus obras Shakespeare. Que mejor recibimiento de este país con algunos conflictos con mi patria. La emoción del momento sumándose a la sorpresa de la simpatía de los pocos ingleses con los que había contactado. Esperaba una Londres mas hostil. Fría. Estas primeras horas me estaban asombrando.




“LO QUE E´ LA INORANCIA DE LA PERSONA” como decía la inigualable Niní en la voz de Catita. El teatro Globo donde Shakespeare estrenó algunas de sus obras mas importantes: El rey Lear, Otello, Hamlet, Macbeth… fue demolido en 1644 por el puritanismo inglés que condenaba las presentaciones teatrales de la época isabelina. Este Shakespeare´s Globe Theatre, en el que estábamos disfrutando esta función, fue reconstruido en el año 1997, a unos 200 metros de donde estaba el antiguo, siguiendo algunas de las formas de construcción del mítico edificio.
Por suerte no soy de esos que sienten o que reciben el espíritu o la energía de los “fantasmas” que habitan en esos espacios históricos. Me hubiese defraudado aun mas, saber que se me metió un mequetrefe impostor.

Click en el ticket para entrar a la pagina oficial del teatro



Milennium Bridge / St Paul´s Cathedral

City

Bernie Spain Gardens

Jubilee Gardens

London Eye

Buckingham Palace

Picadilly

Picadilly Circus

Chinatown

Nelson´s Colum

St James´s Park

Westminster Hall

RAF Memorial / London Eye

Starbucks Tower Bridge

Tower Bridge

City Hall / Thames

Pub en London Bridge










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  • HOY:  OSCAR WILDE



El Príncipe Feliz


Sobre una alta columna, dominando la ciudad, se elevaba la estatua del Príncipe Feliz. Todo dorado, cubierto de hojas tenues de fino oro; por ojos tenía dos zafiros brillantes, y en el puño de su espada brillaba un enorme rubí rojo. Por todo esto era muy admirado.
--Es tan bello como una veleta –observaba un concejal de la ciudad, que quería ganar reputación de caballero de gustos artísticos--; solamente que no es tan útil –agregaba, temiendo que lo creyeran un hombre poco práctico, cosa que realmente no era.
--¿Por qué no eres tú como el Príncipe Feliz? –una madre sentimental preguntaba a su hijito, quien lloraba pidiendo la luna--. Nunca se le ocurre llorar al Príncipe Feliz por nada.
--Me alegro que en el mundo haya alguien absolutamente feliz –un desengañado murmuraba, al contemplar la estatua maravillosa.
--Tiene el aspecto de un ángel –los chicos del hospicio decían cuando salían de la catedral, con sus resplandecientes capas escarlatas y sus delantales blancos limpísimos.
--¿Cómo lo saben? –exclamaba el profesor de matemática--. Nunca han visto ninguno.
--¡Oh, en sueños los hemos visto! –respondían los chicos; y el profesor de matemática fruncía el ceño, componía un aire severo, porque no podía aprobar que sus chicos soñaran.

Voló una noche sobre la ciudad una golondrina pequeña. Sus amigas habían partido rumbo a Egipto seis semanas atrás, pero ella permaneció porque estaba enamorada del mas bello junco. Al comienzo de la primavera lo había encontrado, mientras sobrevolaba el río detrás de una mariposa amarilla; tanto la sedujo su talle esbelto que se detuvo a conversar con él.
--¿Te amaré? –así le dijo la golondrina, a quien no le agradaba andar con rodeos. Y el junco le respondió con una amplia reverencia.
Después, la golondrina jugueteaba en las cercanías, rozando las aguas con sus alas, y dibujando en ellas surcos de plata. Esta era su manera de cortejarlo, y así pasó el verano entero.
--Es una insistencia absurda –gorjeaban las demás golondrinas--; no tiene un centavo y, encima, posee una familia numerosa. 
Y, ciertamente, el río estaba todo cubierto por juncos.
Cuando el otoño llegó, todas las golondrinas levantaron vuelo. Ella entonces se sintió muy sola, y comenzó a aburrirse de su amante.
--No me da charla –se decía--, y me temo que sea bastante cambiante, ya que siempre está provocando a la brisa.
Y en verdad, siempre que la brisa corría, el junco multiplica sus cortesías mas graciosas.
--Es muy sedentario –seguía reflexionando la golondrina--; y a mi me agrada viajar. Por lo tanto, el que me ame deberá amar los viajes también.
--¿Me seguirás? –le preguntó al fin. Pero el junco movió la cabeza; tan profundo era el apego que sentía por su hogar.
--¡Has jugado conmigo! –replicó la golondrina--. Parto hacia las pirámides. ¡Adiós!
Y elevó el vuelo.
Estuvo volando durante todo el día, y llegó a la ciudad al anochecer.

--¿En que lugar me hospedaré? –se preguntaba--. Ojala hayan hecho preparativos para recibirme.
Luego vio la estatua sobre su columna alta.
--Voy a cobijarme aquí –musitó--. Es un bonito lugar, y está bien aireado.
De esa manera, se posó exactamente a los pies del Príncipe Feliz.
--Poseo una habitación dorada –murmuró dulcemente la golondrina, observando a su alrededor. Y se preparó para dormir. Sin embargo, no había terminado de esconder su cabeza debajo del ala, cuando encima le cayó una gran gota de agua.
--¡Que cosa mas extraña! –se dijo--. En todo el cielo no hay una nube, las estrellas están resplandecientes y claras pero, igual, llueve. En realidad, este clima de la Europa del norte es un espanto. Al junco le encantaba la lluvia; pero era por egoísmo puro.
Luego cayo otra gota.
--¿Qué utilidad tiene una estatua si no protege de la lluvia? –musitó--. Me buscaré una buena chimenea.
Y decidió dirigir su vuelo rumbo a otro sitio.
Aunque, antes de abrir sus alas, cayó una gota más y mirando hacia arriba, vio… ¡Y que cosa vio!
La mirada del Príncipe Feliz estaba llena de lágrimas, y corrían lágrimas por sus mejillas doradas. Su rostro era tan hermoso a la luz de la luna, que la golondrina sintió pena por él.
--¿Quién eres? –inquirió.
--El Príncipe Feliz.
--Y entonces, ¿por qué lloras? Casi me has empapado.
--Cuando vivía y poseía un corazón humano –respondió la estatua--, yo no conocía las lágrimas, ya que vivía en el Palacio de la Despreocupación, donde no se deja entrar al dolor. Jugaba durante el día con mis compañeros por el jardín y en las noches danzaba en un gran salón. Cercaba el jardín un muro enorme; sin embargo, nunca tuve curiosidad por saber qué había detrás de él; tan bello era todo a mi alrededor. Los cortesanos me decían el Príncipe Feliz, y en verdad era feliz, si el placer es la felicidad. De esa manera viví, y de esa manera morí. Y ahora, estando muerto, me han elevado tan alto, que me es posible ver toda la miseria y toda la fealdad de mi ciudad, y pese a que mi corazón es de plomo, no tengo otro remedio que el llanto.
--¡Cómo! ¿No es de oro verdadero? –murmuró para sí misma la golondrina. (Era demasiado educada para realizar ese tipo de observaciones en voz alta)
--Allí abajo –prosiguió la estatua con su voz suave y musical--, allí abajo hay una casita miserable en una callejuela. Está abierta una de las ventanas, y por ella veo a una mujer sentada junto a una mesa. Su cara está demacrada y marchita, y sus manos, secas y rojas, están repletas de pinchazos, porque es costurera. En un traje de seda, borda pasionarias para que las luzca la más hermosa entre las damas de la reina. En un rincón del cuarto, sobre la cama, yace su hijito, enfermo. Está con fiebre y pide naranjas. Su madre solamente puede ofrecerle agua del río; por eso el chico llora. Golondrina, golondrinita mía, ¿no querrías alcanzarle el rubí de la empuñadura de mi espada? Mis pies están estaqueados en este pedestal y me es imposible moverme.
--Me están esperando en Egipto –contestó la golondrina--. Mis compañeras revolotean el Nilo, y conversan con los enormes lotos. Irán pronto a acostarse en la tumba del Gran Rey. Está allí el Rey, en su ataúd pintado, envuelto en un paño amarillo, y con especias embalsamado. Tiene alrededor del cuello una cadena de jade verde pálido, y son sus manos como hojas secas.
--Golondrina, golondrinita mía –el Príncipe dijo--, ¿no te quedarías conmigo esta noche? Serías mi mensajera. ¡Tiene tanta sed el chico y la madre siente tanta tristeza!
--Dudo que me agraden los niños –respondió la golondrina--. El pasado verano, cuando vivía en la orilla del río, había dos muchachos bastante mal educados, hijos del molinero, y no paraban de arrojarme piedras. ¡Por supuesto jamás me dieron! Nosotras, las golondrinas, volamos mas que bien. Y, además, yo pertenezco a una familia famosa por su velocidad. Aunque, de cualquier forma, resultaba una falta de respeto.
Pero era tan triste la mirada del Príncipe Feliz que la golondrina se apiadó.
--Ya hace mucho frío aquí –decidió--; igual me quedaré una noche a tu lado y seré tu mensajera.
--Gracias, golondrinita mía –el Príncipe dijo dulcemente.

Arrancó así la golondrina el rubí enorme de la espada del Príncipe, y llevándolo en el pico, elevó su vuelo sobre los tejados. Pasó cerca de la torre de la catedral, que lucía ángeles esculpidos en blanco mármol. Pasó cerca del Palacio, en donde se oía música de danzas. Una muchacha preciosa se asomó al balcón junto a su novio.
--¡Qué lindas son las estrellas! –dijo él--, ¡y qué maravilloso resulta el poder del amor!
--Espero que mi vestido esté terminado para la fiesta de gala –exclamó ella--. He enviado a bordar pasionarias en él. ¡Pero son tan perezosas las costureras!
Pasó junto al río y vio linternas colgando de los mástiles de las embarcaciones. Pasó junto a la Judería, y vio a los mercaderes viejos tramando negocios y pesando monedas con balanzas de cobre. Finalmente, llegó a la casita pobre y miró. El chico se agitaba afiebrado en la cama, y la madre había caído rendida por el cansancio. Entonces, saltó la golondrina a la habitación y dejó el rubí enorme sobre la mesa, al lado del dedal de costura. Después, revoloteó con dulzura alrededor de la cama, con sus alas abanicando la frente del chico.
--¡Qué frescura tan agradable! –murmuró el chico--. Debo estar mejorando.
Y cayó en un sueño delicioso.
Después, la golondrina regresó junto al Príncipe Feliz y le contó cuanto había hecho.

--Es extraño –agregó--. Casi siento calor, aunque hace mucho frío.
--Esto es debido a tu buena acción –contestó el Príncipe.
Entonces la golondrina empezó a reflexionar y se durmió. Cuando reflexionaba siempre se dormía.
Al amanecer, voló rumbo al río para bañarse.
--¡Qué fenómeno extraordinario! –un profesor de Ornitología que cruzaba el puente exclamó--. ¡En pleno invierno una golondrina!
Y acerca del asunto escribió una extensa carta al periódico local. La comentó todo el mundo. ¡Había tantas palabras incomprensibles en ella!
--Partiré hacia Egipto esta noche –se decía la golondrina sintiéndose feliz con esa idea. Paseó por todos los monumentos públicos y durante largo rato descansó en el campanario de la iglesia. A su paso, los gorriones susurraban y unos a otros se decían: “¡Que distinguida esta extranjera!”. Esto llenaba a la golondrina de contento.

Cuando salió la luna, volvió con el Príncipe Feliz.
--¿Tienes algo que encargarme en Egipto? –le preguntó--. Partiré.
--Golondrina, golondrinita mía –el Príncipe dijo-- ¿no te quedarías conmigo otra noche?
--Están esperándome en Egipto –respondió la golondrina--. Mis amigas volarán mañana rumbo a la segunda catarata. Allí, entre las cañas, duerme un hipopótamo y, sobre un trono granítico, se erige el dios Memnón. Pasa todas las noches acechando estrellas y, cuando la estrella matutina brilla, da un grito de alegría y luego permanece silencioso. Al mediodía, bajan los leones fulvos a la orilla del río para calmar su sed. Tienen sus ojos como berilos verdes y son sus rugidos mucho más poderosos que el rugir de la catarata.
--Mi golondrinita –el Príncipe dijo--, allá abajo, en la otra punta de la ciudad, en un desván veo a un joven. Está encorvado sobre una mesa llena de papeles y a su lado, en su vado, se marchita un ramito de violetas. Su pelo castaño, rizado, y sus labios del rojo de las pepitas de granada. Sus ojos profundos, soñadores. Se esfuerza por terminar una obra para entregársela al director del teatro, pero siente demasiado frío para continuar escribiendo. En la chimenea no hay fuego y el hambre lo está agotando.
--Permaneceré otra noche a tu lado –le dijo la golondrina que verdaderamente tenía un buen corazón-- ¿Es preciso llevarle otro rubí?
--¡Ah, no poseo mas rubíes! –musitó el Príncipe--. Solo me quedan mis ojos. Son dos extrañísimos zafiros traídos desde las Indias hace miles de años. Arráncame uno de ellos y llévaselo. Podrá venderlo a un joyero y así comprará pan y leña y finalizará su obra.
--Mi querido príncipe –contestó la golondrina--, no puedo yo hacerte eso.
Y se puso a llorar.
--Golondrina, mi golondrinita, realiza esto que te pido.
Así la golondrina le arrancó uno de sus ojos al Príncipe y remontó vuelo con él rumbo al desván del estudiante. No fue difícil entrar allí, porque había en el techo un agujero y la golondrina lo aprovechó para colarse por él como una flecha. El joven tenía la cabeza hundida entre sus manos y no oyó el murmullo de las alas. Cuando levantó los ojos al fin, encontró el hermoso zafiro sobre las violetas marchitas.
--He comenzado a ser estimado –se dijo--. Esto debe ser el tributo de un rico admirador. Ya puedo terminar mi obra.
Y se lo veía absolutamente feliz.

Al siguiente día la golondrina voló por el puerto. Sobre el mástil de un gran navío se posó y observando a los marineros, mientras subían con cuerdas grandes cajas de la cala, se entretuvo.
--¡Parto rumbo a Egipto! –les gritaba la golondrinita. Aunque nadie le prestaba atención.
Cuando salió la luna, volvió con el Príncipe Feliz.
--Vengo a despedirme –le dijo.
--Golondrina, golondrinita mía –el príncipe dijo-- ¿no te quedarías conmigo otra noche?
--Ya es invierno –respondió la golondrina--, y enseguida llegará la helada nieve. El sol calienta en Egipto las palmeras verdes y los cocodrilos, reposando sobre el lodo, indolentemente contemplan sus alrededores. En el templo de Baalbek mis compañeras están construyendo sus nidos, y las palomas, blancas y rosadas, las siguen con la mirada y entre sí se arrullan. Queridísimo Príncipe, debo dejarte. Pero jamás te olvidaré. Y la primavera próxima te traeré dos piedras hermosas de allí para así reemplazar esas que regalaste. Será más rojo que una rosa roja el rubí, y tan azul el zafiro como el mar.
--En la plaza, allá abajo –dijo el Príncipe--, una niña vende fósforos. Se le han caído los fósforos en el barro y se le estropearon. Su padre la golpeará si no lleva algo de dinero a casa y por eso llora. Arráncame el otro ojo y entrégaselo. Así su padre no la golpeará.
--Pasaré otra noche a tu lado –dijo la golondrina--; mas no puedo arrancarte el otro ojo. Quedarías completamente ciego.
--Golondrina, mi golondrinita, realiza esto que te pido.
Así la golondrina le arrancó otro ojo al príncipe y remontó vuelo con él. Deteniéndose sobre el hombro de la nena, dejó caer la joya en sus manos.
-¡Qué pedazo de cristal mas bonito! –exclamó la nena y corrió a su casa riendo.

Y la golondrina volvió con el príncipe.

--Ahora que tu estas ciego –dijo--, permaneceré a tu lado para siempre.
--No, mi golondrinita –dijo el desdichado Príncipe--, debes partir para Egipto.
--Permaneceré a tu lado para siempre –insistió la golondrina, y se durmió a los pies del Príncipe.
Al siguiente día, se posó en el hombro del Príncipe y le relató todo lo que había conocido en extraños países.
Le contó de las ibis rojas, que se alinean en largas filas en las márgenes del Nilo y pescan peces dorados con sus picos; le contó de la Esfinge, tan anciana como el mundo, que habita en el desierto y todo lo sabe; le contó de los comerciantes que caminan junto a sus camellos lentamente y en sus manos llevan rosarios de ámbar; le contó del Rey de las Montañas Lunares, que es tan negro como el ébano y adora al gran cristal; le contó de la enorme serpiente verde que duerme sobre una palmera y a quien veinte sacerdotes se encargan de dar de comer pasteles de miel; le contó de los pigmeos, que navegan sobre anchas hojas lisas en un lago enorme y siempre están en guerra con las mariposas.
--Golondrinita querida –el príncipe dijo--, relatas cosas maravillosas pero aún más maravilloso es cuanto los hombres sufren. Ningún misterio hay mayor que la miseria. Golondrinita, vuela por la ciudad y cuéntame todo lo que veas.

Voló entonces la golondrina a través de la gran ciudad. Y vio a los ricos que en sus soberbios palacios se regocijaban mientras a sus puertas estaban sentados los mendigos. Voló por callecitas sombrías y vio rostros de pálidos niños que morían de hambre mientras en las calles negras los miraban con indiferencia. Había dos chiquitos acostados bajo un puente, uno abrazado al otro para darse calor.
--¡Cuánto hambre tenemos! –se decían.
--¡Fuera de ahí! –los increpó un guardia y debieron alejarse bajo la lluvia.

Volvió entonces la golondrina al lado del Príncipe y le contó todo lo que había visto.

--Estoy todo cubierto de un oro muy fino –dijo el Príncipe--, despréndelo hoja por hoja y entrégaselo a mis pobres. Los hombres siempre creen que el oro puede traerles alegría.
Hoja por hoja desprendió la golondrina el delicado oro, hasta que el Príncipe Feliz ya no tuvo ni resplandor ni belleza.
Hoja por hoja distribuyó entre los pobres el delicado oro y las caras de los niños recuperaron color y los chiquitos rieron y jugaron por las calles.
--¡Tenemos pan! –gritaban.
Llegó entonces la nieve y después de la nieve el hielo. Parecían de plata las calles, tanto brillaban. Largos como puñales colgaban los carámbanos en los aleros de las casas. Toda la gente se abrigaba con pieles y los nenes lucían gorros coloridos y patinaban sobre los hielos.
La pobre golondrinita sentía frío, cada vez mas frío; y no quería dejar al Príncipe, lo amaba demasiado. Picoteaba las miguitas en la entrada de la panadería cuando nadie la veía y luego intentaba calentarse agitando sus alas.
Pero, finalmente, comprendió que iba a morir. Aún tuvo fuerzas para volar hacia el hombre del Príncipe.

--¡Adiós querido! –musitó--. ¿Me dejas besar tu mano?
--Golondrinita, me alegro porque al fin partes a Egipto –le dijo el Príncipe--. Has estado aquí demasiado tiempo. Mas bésame en la boca, porque te quiero tanto.
--No parto hacia Egipto –respondió la golondrina--. Voy hacia la casa de la Muerte. ¿Es hermana del Sueño la Muerte, no?
Besó al Príncipe Feliz en la boca y cayó a sus pies muerta.
En ese mismo momento resonó en el interior de la estatua un crujido, como si algo se hubiese quebrado en ella. El corazón de plomo se había roto. Indudablemente hacía un terrible frío.

A la siguiente mañana, salió el alcalde a pasear por la plaza con los concejales de la ciudad.
Al pasar junto a la columna, levantó la vista hacia la estatua.
--¡Vaya! –dijo--, ¡qué aspecto tan desaliñado tiene el Príncipe Feliz!
--¡Absolutamente desaliñado! –corearon los concejales, que siempre sostenían la misma opinión que el alcalde. Y todos subieron a examinarlo.
--Se ha caído el rubí de la espada, han desaparecido sus ojos y ya no es dorado –el alcalde dijo--. En una palabra: un mendigo.
--¡Un mendigo! –corearon los concejales.
--Y hay un pájaro muerto a sus pies –continuó el Alcalde--. Será necesario promulgar una ley que prohíba a los pájaros venir aquí a morir.
Y el secretario del Ayuntamiento anotó la idea.
Así mandaron derrumbar la estatua del Príncipe Feliz.
--Como ya no es hermoso, no sirve de nada –explicó el Profesor de Estética de la Universidad.
Luego fundieron la estatua y el Alcalde reunió al Municipio para decidir qué se haría con el metal.
--Podríamos –propuso--, construir otra estatua. Por ejemplo, la mía.
--O la mía –coreó cada uno de los concejales.
Y comenzaron a discutir. La última vez que los escuché continuaban discutiendo.
--¡Qué asunto más extraño! –se dijo el encargado de la fundición--. El corazón de plomo no quiere fundirse, habrá que arrojarlo a la basura.
Y lo tiraron en el basurero donde yacía la golondrina muerta.

--Trae las dos cosas más valiosas de la ciudad –le dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y ese ángel le llevó el corazón de plomo y el ave muerta.

--Has elegido correctamente –dijo Dios--, ya que en mi jardín del Paraíso este pajarito cantará eternamente y en mi ciudad dorada el Príncipe Feliz me alabará.










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