lunes, 18 de enero de 2010












Blhoja 012. CHILE ‘99 – SANTIAGO I




Yo pisaré las calles nuevamente
de lo que fue Santiago ensangrentada,
y en una hermosa plaza liberada
me detendré a llorar por los ausentes.
Yo vendré del desierto calcinante
y saldré de los bosques y los lagos,
y evocaré en un cerro de Santiago
a mis hermanos que murieron antes.
Yo unido al que hizo mucho y poco
al que quiere la patria liberada
dispararé las primeras balas
más temprano que tarde, sin reposo.
Retornarán los libros, las canciones
que quemaron las manos asesinas.
Renacerá mi pueblo de su ruina
y pagarán su culpa los traidores.
Un niño jugará en una alameda
y cantará con sus amigos nuevos,
y ese canto será el canto del suelo
a una vida segada en
La Moneda.
Yo pisaré las calles nuevamente
de lo que fue Santiago ensangrentada,
y en una hermosa plaza liberada
me detendré a llorar por los ausentes.







Claro que fue lo primero que se me cruzo por la cabeza. Claro que tampoco la cante toda… fueron algunos párrafos y una emoción muy profunda. Estaba viendo la Casa de La Moneda. Apareció así, de repente. No la busqué, es mas tenía un cagazo por lo que estaba pasando, pero cuando la vi, me olvide de todo y me acorde de mucho. Un símbolo de la libertad, de la entrega personal (la vida de Allende), muy diferente a la entrega del país a los intereses extranjeros que auspició su matador, su verdugo, su ladrón; el matador, el verdugo, el ladrón de muchos chilenos: el asesino Pinochet.


Hacía no mucho mas de treinta minutos el TAC nos había dejado en la terminal internacional de buses de Santiago. Corría la mitad de la tarde y venía de otra emoción fuerte, el cruce de los Andes.
Llegar a otro país era mi primer experiencia. Como me había pasado en Puerto Stanley o Puerto Argentino, me sentía extraño. Y no se si la sensación es la de “ser extranjero” o el saberse en “ese” lugar lo que te modifica.





El idioma español era distinto. Si bien tenía mi oído acostumbrado por mirar mucha Tve. Nacional de Chile, estos chilenos hablaban más rápido que los de la tele y se entendía poco, de igual forma no fue lo mas inquietante: quien tenía que buscarnos no estaba por ningún lado. Ya no quedaba nadie en el andén y el cartelito no aparecía. Se fueron yendo todos y quedo entre algunos pocos un chino/japonés/caraoriental ofreciendo el servicio de remises. Un poco… apremiante el muchacho, insistía en llevarnos al hotel o donde quisiéramos.
Osvaldo (mi compañero de viaje) mucho, pero mucho mas impaciente que yo, ya era la cuarta o quinta vez que marcaba el número telefónico, que nos habían dado en la agencia de Rosario, de nuestro contacto en Santiago. En ninguno de los intentos dio con el, ni con nadie. De pronto lo veo acercarse al chino/japonés/caraoriental; yo que me había alejado del chino/japonés/caraoriental para que no me siga taladrando los oídos con su insistente cantaleta, me estaba perdiendo el arreglo que estaban haciendo y el no veía mis gestos desesperados de desaprobación. No soy de juzgar por el aspecto físico, pero al estar en otro lugar me sentía desprotegido, quizás eso era ser extranjero. La cosa que al cabo de unos segundos viene Osvaldo, seguido por el chino/japonés/caraoriental y dice –vamos, nos lleva al hotel.
Cuando quise quejarme veo al chino/japones/caraoriental agarrar el bolso de Osvaldo y partir raudamente, lo seguimos y yo mientras tanto –pero es seguro…por que no esperamos un rato más…

Ya estábamos en la calle, desolada ella, cuando el chino/ japonés/caraoriental que estaba adelantado unos metros nos señala una camioneta doble cabina, tal vez ¿Chevrolet?… y deja el bolso de Osvaldo en la caja de carga. Cuando llegamos me agarra la mochila y hace lo mismo, intente quejarme pero ya había comenzado a seguir con su parloteo. ¿Un remis camioneta? Nos abrió la puerta trasera y sorpresa cuando veo a un conductor: --buenas—dije tímidamente y el cagazo y la bronca hacia la ocurrencia de Osvaldo subían aceleradamente.
Arrancamos y salimos. Osvaldo no me miraba. Dio unas vueltas en varias esquinas y llego a una avenida muy transitada. Osvaldo no me miraba. Yo lo miraba a Osvaldo (lo quería matar), miraba al conductor (que no tenía cara de chino, de japonés ni de oriental), lo miraba al que si y miraba hacia atrás, a la cajuela abierta donde descansaban a mano de cualquiera nuestros bolsos.





--No hay peligro que nos manoteen los bolsos…
Me arrepentí de decir lo que dije antes de que el semáforo nos diera paso.
Veo la luz verde… el coche comienza a doblar hacia la derecha… y el chino/japonés/caraoriental empieza a hablar y a romperme el corazón. La rotura de corazón no fue en el sentido de: ternura, como se dice habitualmente, sino que mi corazón empezó a romperse literalmente, a caérseme en pedazos cuando veo al chino/japonés/caraoriental levantar un palo (esos que usan los camioneros para controlar el aire de las gomas) y mientras golpeaba la palma de la mano libre decía:
–No se preocupen que con esto le damos a quien lo intente…
¡No!... el no preocuparme de quien lo intente era mi menor preocupación. En ese momento me olvidé de los bolsos y me preocupe por no sacarle la vista de encima al chino/japonés/caraoriental y su cachiporra de madera. El paisaje urbano: con sus edificios modernos, antiguos, viejos; la gente: jóvenes y viejos; los vehículos: nuevos y viejos, algunos no tanto, pasaban a nuestros lados sin que yo lograra prestarle atención. Anduvimos unas cuantas cuadras y el chino/japonés/caraoriental dale que dale a la lengua cuando me señala a mi derecha. Antes de girar la cabeza pensé que se venía el palazo y fue ahí que la vi. ¡La Casa de la Moneda!, por lo tanto circulábamos por “la alameda” y me sentía como que volvía a pisar las calles nuevamente...






En ese momento me hice amigo del chino/japonés/caraoriental que me decía algo sobre La Moneda y su historia que me gustaba... cuando de repente, la camioneta giró a la derecha y se detuvo a unos metros de la esquina. La calle, angosta, estaba vacía. Un enorme paredón a nuestra derecha.
--Allá está el hotel Libertador, cruzando la avenida, son veinte mil pesos. --Dijo poniendo fin a su parloteo, su función y su negocio.
Ahí se le fue un poco la mano, ¿veinte mil pesos?... me lo devolverá el contacto que nos dejó clavados. Le pagué, nos bajamos, nos dio los bolsos y una tarjeta que si lo necesitábamos que lo llamáramos que nos llevaba a cualquier lado.
Con la Iglesia San Francisco a nuestras espaldas, cruzamos la Av. Libertador General Bernardo O´Higgins, mas conocida como Alameda y al hotel.
Aunque insisto que no fue por prejuicio lo del chino/japonés/caraoriental, me sentí inseguro por la situación; pero como todo es tan relativo, en el momento en que estaba mas seguro, sentado en el bidet del cuarto del hotel, fue donde sufrí el peor ataque: el chorro de agua pasó a ser tan caliente que aún recuerdo la quemazón.
Eso de la pica entre chilenos y argentinos me estaba afectando.


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