lunes, 22 de marzo de 2010











Blhoja 023 – LA FIERA







Estaba yendo por la misma ruta en la que él venía. Se estaba escapando. Seguramente lamentó haber vuelto, pero ya estaba hecho. Había llegado huyendo de su infiel esposa y a hacerse cargo de la empresa salmonera de su padre que estaba al borde de la quiebra. Pero ahora se volvía por esta ruta que lo llevaba hasta Chacao, a unos cien kilómetros; de allí el trasbordador a Pargua, una media hora cruzando el canal Chacao, la puerta al mundo antiguo, el canal que separa a la Isla de Chilóe con el continente; y luego 60km hasta Puerto Montt, desde allí a Santiago y al fin a Estados Unidos de Norteamérica. Yo llegaba por primera vez. Martín se iba por segunda. Esta vez escapándose. Escapándose de ese pueblito sin futuro pero principalmente de esa mujer que le rompió el corazón.
Su Bm azul andaba tranquilo por una ruta poco transitada, a un lado un bosquecito de siempreverdes y olivillos, al otro una pradera ondulada y luego las aguas del Golfo de Ancud. La mañana estaba soleada, aunque enormes nubarrones amenazaban con lluvia. Hacía frío.
No se la podía sacar de la cabeza. Le había dicho que la amaba, se había entregado, había hecho todo lo que tenía que hacer. Ella no puso la parte que le tocaba. Su amor no era correspondido. La feniletilamina había actuado en él, ella le había activado su hormona, pero el a ella no. O no quería reconocerlo. Era tan dura, tan impredecible, mal educada e intolerable, por eso le decían La Fiera. Por su fuerte carácter. Trabaja en la empresa de su padre, una próspera salmonera, como buzo y gerente,
--Es así la vida… --opinó fríamente Catalina. Lo único que se le ocurrió decirle cuando el se fue a despedir y donde por última vez abrió su corazón y le expreso su amor para ver si lograba convencerla y así quedarse junto a ella.
Se estaba yendo por la misma ruta en la que yo llegaba. Hasta que escucho un grito:
--¡Echaurren!—
Paró el coche en la banquina. Ella venía a todo galope montada en su Criollo. Diestra con las riendas sorteó todos los obstáculos y se detuvo frente a él que había descendido del auto.
--Pa´donde cree que vai´vo… ven, vámono pa´la casa…
Y Martín desconcertado pero feliz montó al caballo, se aferró a ella y se fueron galopando por el prado ondulado que terminaba en el Golfo de Ancud. Los nubarrones coronaban la imagen que se fue alejando mientras la edulcorada música subía de volumen y aparecía la palabra FIN.







Yo estaba llegando a Dalcahue por la misma ruta que iba a utilizar Martín si la Catalina no se lo llevaba de vuelta. Conocí la existencia de ese pueblito gracias a la teleserie de TVN. Hacía unos años me enganchaba con los novelones del canal chileno porque eran espectaculares. Filmadas en los lugares donde transcurría la historia, con muy buenos libros y muy buenos actores. En el año ´99 dieron La Fiera. Historia que transcurría en la Isla de Chiloé, en el lugar a donde estaba llegando, un pequeño pueblito de agricultores y comerciantes. Ubicado junto al canal Dalcahue fue en un tiempo puerto intermedio y de allí la importancia que tiene entre las vecinas comunidades rurales como centro de intercambio rural y comercial. También son de importancia las actividades turísticas y las industrias procesadoras de productos marinos.








La calle principal es la del bordemar, con antiguas casonas de madera de principio del 1900 y donde se encuentra la feria artesanal que también hace de terminal de buses y de lanchas; cuadras hacia adentro surge una amplia plaza y frente a ella la iglesia del pueblo, una de las mas grandes de las 16 capillas de madera del archipiélago, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Por supuesto que no faltaba kiosco, almacén y todo cuanto negocio había que no llevara el nombre “La Fiera”, escrito con los mismos caracteres que los de la famosa teleserie de la que estaban mas que orgullosos porque mostró su lugar y sus costumbres y en la cual casi todo el pueblo había participado.
El hotel “La Fiera” no llegaba a media estrella y se cotizaba como si algunos de los actores formaran parte del servicio de habitación o de cualquier tipo de atención al cliente a los que les debían abonar sus sueldos de protagonistas principales, de otra forma no se entendía como cobrar tanto por tan poco. Pertenecer tenía su precio y no me interesaba pertenecer a la “onda fiera” así que me fui a pocas cuadras donde una señora muy amable tenía un hospedaje muy cálido a muy buen precio, eso sí, con baño compartido pero, con unas mermeladas caseras y un pan de horno de barro para chuparse los dedos.


El cruce del canal se hace con una barcaza donde se cargan individuos a pie, en bicicleta, moto, auto, bus, camión. También animales y carros. Lo que sea que deba cruzar, doscientos metros quizás, a la isla de enfrente, Quinchao, en la cual hay dos poblaciones: Curaco de Vélez y Achao. Allí me compre un chaleco de pura lana, no se de que animalito, tejido a mano. No fue por cuestión de recuerdo, sino porque hacía frío y no tenía mucho abrigo. El cruce a la isla fue por cruzar nomás, no llegue a ninguno de los pueblos sino que me quede cerca del embarcadero y recorrí las desoladas playas de la islita.
Un bar, donde se reúnen unos pocos parroquianos a tomarse unas bebidas espirituosas para darle algo de calor al fresco de la noche, fue el lugar elegido para cenar. El único que estaba abierto y el menú no era muy variado: algún sanguche frío o caliente y nada de postre.

Que feo era llegar tarde a la noche a la hostería… bueno tarde, mucho antes de la media noche, pero como todos dormían, hasta los perros, las escaleras chirriantes sonaban como si estuviera desmontando un bosque. Los pisos de madera daban el mismo efecto y todavía tenía que ir al baño, descambiarme…


Las tardecitas tienen un sonido distinto. Los pájaros callan y el movimiento urbano cesa. Se oye por allí el traquetear cansado de alguna vieja embarcación y el dorado de la tarde le da a la costa la imagen de una descolorida fotografía. El olor a humo de las chimeneas invade el espacio y me siento fuera del tiempo, como supongo que fue el mundo hace siglos atrás sin el ruido de la civilización... pero termina pronto, una motito sin escape pasa por detrás de mí rompiéndome los oídos y esa serena estampa viviente.







No hay mucho para hacer salvo descansar y … descansar y… y bueno, la tercera noche no soporté mas tanta tranquilidad y decidí irme al día siguiente a conocer la capital de Chiloé: Castro.
Dalcahue, casi a mitad de ruta, bellisimo lugar que me sirvió como un cómodo y confortable sillón para retomar fuerzas y continuar el trayecto que me llevaría a los confines de América del Sur.










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