jueves, 28 de enero de 2010










Blhoja 014. CHILE´99 - ISLA NEGRA

Después de un suculento sándwich con una cerveza Cristal en un viejo bodegón de Cartagena, nos fuimos para la playa. Afuera el calor empezaba a golpear, la plazoleta de enfrente parecía fresca, pero no nos detuvimos.





Tomamos la calle principal, muchos negocios lo confirmaban. Casas bajas por aquí. A las pocas cuadras cuando comenzamos la bajada el paisaje cambió y las casas se trasformaron, esta parte parecía mas antigua. Algunas de material de dos plantas, otras de madera. Se veían sus techos de chapa, la mayoría a dos aguas. Algunos palacetes venidos a menos, otros muy bien conservados.
Colores: morados, azules, naranjas… Olores: a mar y a comidas caseras.





El pavimento ardía. La oscura arena mitigo el calor. El agitado Pacífico estaba a mis pies. Un placer conocerlo a pesar del frío encuentro que me quitó todo interés de un abrazo. Solo hasta las rodillas, muchas gracias.
Un perro vagabundo se acerco a acompañarme y me acordé que hacía como una semana que no lo veía a Falkor, el colorado setter mestizo, que se quedó en la casa al cuidado de mi vieja y mi tía Rosa.


Tenía otro interés mayor que esta playa. Apuré la situación y en la ruta tomamos un colectivito. Preguntamos al chofer y nos indicó el lugar.
Luego de unos metros por una calle de tierra donde sonaban pájaros y como fondo el mar golpeando las rocas, una empalizada cercaba el lugar de nuestro destino. Al final la entrada.


Un espacio donde había un pequeño bar con algunas mesas, otro de ventas de recuerdos y la boletería. Esperamos un tiempo para juntar un grupo de gente y tras una guía comenzamos el tour.
El paseo por la casa de Isla Negra trajo esa primera sorpresa, era una isla del mundo, no una isla en el mar. Allí estábamos, no había que subirse a una embarcación y navegar hacia allá. Navegaríamos por acá, entre los pasillos y las habitaciones repletas de colecciones de botellas, conchas de mar, copas de colores, mariposas, insectos, de mascarones de proa… No quedó en mi memoria paso a paso el recorrido y donde y en que lugar tal o cual cosa. Recuerdo una sala de estar, cargada de objetos y un mascarón de proa que era su predilecto; la colección de botellas junto a un ventanal. En un momento salimos a un patio y entramos a otra parte de la casa. Creo que allí estaba el comedor con una larga mesa de madera y seis u ocho sillas rodeándola. En cada sitio de cada comensal un mantel individual con diversos motivos marítimos y el de la punta, quien sentado su costado derecho daba al ventanal que miraba al mar, el timón: el lugar del Poeta. Si mal no recuerdo allí había un raro mascarón de popa, un mascarón de proa y una historia de amor entre ellos. El techo bajo simulaba el interior de un barco.
Tal vez pasamos a otra sala o no, pero recuerdo un enorme globo terráqueo ubicado en el piso que llegaba a la mitad de mi estatura, el relato de la guía fue que se lo había regalado un gobierno europeo y que al llegar a la aduana lo cortaron por debajo para ver si en su interior no traía algo de contrabando. En otra habitación un caballo a escala natural adquirido en una talabartería o una ferretería en su pueblo de infancia, Temuco. Al enterarse del remate del lugar corrió a comprar el objeto para así cumplir su sueño de niño.
Insólito fue entrar en un minúsculo baño, sentarse en el inodoro (único artefacto) y ver paredes y puerta recubiertas de fotos pornográficas antiguas.
–Para que sus amigos se distrajeran en tal improductivo momento.


El dormitorio era pequeño. Una enorme cama que casi tocaba a sus pies, a un ventanal que permitía que el Pacifico se instale allí. ¿Quién no es poeta con esa vista?. ¿Quién no se puede inspirar teniendo esa imagen clavada en la retina?.





Cuentan que una mañana don Pablo se levanto mirando el mar inquieto una pequeña manchita que flotaba sacudida por las olas. Cuando la cosa flotante llego a sus pies, se encontró con una antigua puerta de madera de algún buque hundido hace tiempo. Luego de pasar por un carpintero se convirtió en su escritorio.

Junto al dormitorio un cambiador con un placard donde colgaba parte de su ropa y el franc con el que se presentó a recibir su premio Nobel.

La guía no paraba de contar historias y anécdotas. Ponía play y le daba al discurso hasta que con muy poco aire llegó a su fin, nos abrió la puerta y nos dejó al libre albedrío de pasear por los jardines y la playa.

En el patio que da a la calle una antigua locomotora en recuerdo de su padre ferroviario:




El padre brusco vuelve
de sus trenes:
reconocimos
en la noche
el pito
de la locomotora
perforando la lluvia
con un aullido errante,
un lamento nocturno,
y luego
la puerta que temblaba:
el viento en una ráfaga
entraba con mi padre / y entre las dos pisadas y presiones
la casa se sacudía,
las puertas asustadas / se golpeaban con seco / disparo de pistolas, / las escalas gemían / y una alta voz recriminaba, hostil, / mientras la tempestuosa / sombra, la lluvia como catarata / despeñada en los techos / ahogaba poco a poco / el mundo / y no se oía nada más que el viento / peleando con la lluvia.
Sin embargo, era diurno.
Capitán de su tren, del alba fría,
y apenas despuntaba
el vago sol, allí estaba su barba,
sus banderas
verdes y rojas, listos los faroles,
el carbón de la máquina en su infierno,
la Estación con los trenes en la bruma
y su deber hacia la geografía.
El ferroviario es marinero en tierra
y en los pequeños puertos sin marina
-pueblos del bosque- el tren corre que corre
desenfrenando la naturaleza,
cumpliendo su navegación terrestre.
Cuando descansa el largo tren
se juntan los amigos,
entran, se abren las puertas de mi infancia,
la mesa se sacude,
al golpe de una mano ferroviaria
chocan los gruesos vasos del hermano
y destella
el fulgor
de los ojos del vino.



Mi pobre padre duro
allí estaba, en el eje de la vida,
la viril amistad, la copa llena.
Su vida fue una rápida milicia
y entre su madrugar y sus caminos,
entre llegar para salir corriendo,
un día con más lluvia que otros días
el conductor José del Carmen Reyes
subió al tren de la muerte y hasta ahora no ha vuelto. *








Un bote encallado mirando al mar:
“No soy marino ni navegante, es mas, temo mucho al agua. En ese bote invito a mis amigos con algo de beber y les demuestro que uno puede marearse, sin necesidad de navegar”.




Y al finalizar el patio, Matilde y Pablo descansan para siempre.





Bajando una barranca de unos 15 metros se llega a la playa, la áspera arena termina en oscuras rocas que la separan del mar.
Se puede ver toda la casa desde allí.
Alargada, todas las ventanas dan al mar.





Como la proa de un velero, la tumba del poeta y su amor. Se cierra el ciclo de un viaje que vuelve a iniciarse cada vez que desde la entrada principal alguien recorre esa sorprendente casa y despierta los fantasmas y las historias fantásticas y amables y combativas y desconsoladas del vate de Latinoamérica, para así, nuca quedar en el olvido.





* El padre brusco – Memorial de Isla Negra (1964) Pablo Neruda.










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