miércoles, 12 de mayo de 2010











Blhoja 027.CHILE 2000 - ESTRECHO DE MAGALLANES

Viernes 11 de febrero del año 2000. 9,00 horas: parte la barcaza Melinka desde Punta Arenas hacia Porvenir, ciudad capital de la Tierra del Fuego chilena. Dos horas y media de navegación por el Estrecho de Magallanes.

Los vehículos están acomodados en su sitio, los pasajeros buscando el calor en la cabina y yo con mi flamante cámara filmadora pretendo conservar para la posteridad estos momentos que me producen mucha emoción. Pronto voy a navegar por este lugar emblemático y no me voy a perder ni un segundo de lo que aquí ocurra. Ya tenía claro que es mucho mas importante lo que se graba en la retina. Ver el paisaje en una pantallita de 3 o 4 pulgadas es un desprecio, pero la tentación es enorme. De ahora en mas, buscar el equilibrio. Primero disfrutar, después grabar.
Y creo que todo se me mezcló. Veía el Estrecho desde la estrecha pantallita y sentía el viento frío que me lastimaba la cara y las manos. El sol no llegaba a entibiar lo que la ventisca enfriaba, pero sí le daba un calor especial a la proyección en el pequeño visor de LCD. Todo se mezcló. El maravilloso paisaje con la maravilla de la tecnología. El fresco e indescriptible presente con el no tan lejano y emotivo pasado.



Este cruce era una puerta a ese pasado. No sabía de que manera lo tomaría: con alegría, con dolor, con melancolía. Si lo disfrutaría o lo padecería, pero era una gran necesidad volver al sur.
Nunca había estado en el Estrecho, si bien estuve a pocos kilómetros, en Río Grande. Eso ocurrió cuando hice mi servicio militar obligatorio y en una oportunidad casi logro ver el Estrecho desde el aire. En una de las campañas de entrenamiento, no recuerdo si a fines del ´81 o a principios del ´82, estando en el campo, nos hicieron cruzar un montecito y subir una lomada hasta llegar a un claro donde descansaba un verde helicóptero. No conozco ningún detalle técnico, salvo que tenía a cada lado, una puerta corrediza detrás del asiento del piloto por la cual nos hicieron subir y a los pocos minutos, descender. Ese fue el entrenamiento que la Infantería de Marina Argentina nos proporcionó de cómo embarcar y desembarcar en un helicóptero en caso de situación bélica. Me acordé del Sargento Saunders en la serie Combate y todo esto no se asemejaba en absoluto. El Sargento Saunders movía a su tropa con otra energía que la de nuestro cabo primero. Cuando disparaba, sus ametralladoras o fusiles no paraban y si les disparaban, las balas se hacían sentir, con sonido y a veces golpeando en la carne de sus muchachos. Volaban por los aires tras una explosión y se embarraban y sangraban y gritaban de dolor y de entusiasmo y se veían como héroes. Subían y descendían de los helicópteros en marcha, a metros del suelo… Está bien que lo nuestro eran solo maniobras de entrenamiento donde se escuchaban algunos tiros, algunos disparos de mortero o de cañón y el enemigo eran unos tachos anaranjados que resplandecían a lo lejos. En algún momento pasaron unos aviones de combate. Seguro que en la guerra sería distinto, casi parecido al Combate de la tele.
Esa tarde nos prometieron un viaje en helicóptero hasta el Estrecho de Magallanes. Nos mantuvieron por unas horas expectantes hasta que nos revelaron que era muy tarde y que solo harían un viaje con los cabos y un colimba que teníamos que elegir. Como todos los grupos se habían ido a sus respectivos campamentos la elección era entre los trece del grupo Mortero 60, ya que nuestro campamento estaba allí nomás y el cabo que era piola nos dejo ver el entrenamiento de desembarque del resto de la compañía. No deliberamos mucho y decidimos por unanimidad que Juan Carlos debía ser el elegido. Y allí se fue con la alegría de oreja a oreja, corriendo desgarbado con su fusil al hombro.
Juan Carlos nunca debió estar allí. A pesar de esa alegría, nunca tendría que haber sido aceptado para el servicio militar obligatorio. No se si tenía alguna enfermedad psíquica, pero su edad cronológica no coincidía con su edad mental. Tenía dificultades en el habla y motoras. No quiero ser cruel, pero es como se dice comúnmente, “le faltaban caramelos”. Y todos lo queríamos mucho, y era el adoptado del grupo, y siempre estábamos junto a él para ayudarlo. Y el era muy generoso y cariñoso.
Estando en Malvinas, compartíamos la carpa. En noches de desvelo y charlas contaba sus sueños y el mas deseado era llegar a su pueblito, Quitilipi, Chaco, al ranchito donde vivían sus viejitos, con la valija que había comprado, llena de ropa para todos… y con su pilchita nueva darle envidia a los vecinos… y pasar antes por Buenos Aires, donde un camada de allí le había prometido regarle un tocadiscos. Lo elegimos porque pensamos que con su extrema pobreza, nunca tendría la posibilidad de volver. No se si de los trece, alguien mas que yo volvió al lejano sur, pero en ese momento fue una buena excusa para tapar esa pena que sentíamos por su condición.
Juan Carlos nunca volvió, ni al lejano Estrecho de Magallanes ni al ranchito de sus viejitos en Quitilipi, Chaco. Murió en la guerra de Malvinas. Guerra en la que no subimos a helicópteros y que tampoco fue como la de Combate.
El teniente jefe de la compañía Nácar y un cabo segundo, una fría mañana de junio partieron desde el aeropuerto de Río Grande hacia el pueblito del Chaco. Llevaban la valija marrón llena de ropa para todos y las pilchitas de Juan Carlos que nunca llegó a usar. Eligieron un traje de gala de Infante de Marina con los botones dorados bien brillantes, el cinturón bien blanco y la hebilla igualmente brillante, lustraron un buen escogido par de zapatos negros acordonados, y doblaron cuidadosamente una bandera argentina.
En mi imaginación nunca logré ver el momento en que estos militares le entregaban estas pertenencias a los padres de Juan Carlos. Muchos años después, viendo una pesada película de Spielberg, Rescatando al soldado Ryan, quedé sobrecogido por una escena y me apodere de ella para reflejar ese momento. El momento en que unos Infantes de Marina Argentinos, le entregaban a la madre de un soldado de la patria, un par de trapos a cambio de su hijo.









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