lunes, 5 de julio de 2010












Blhoja 032 . FRAGMENTOS






Otros cien años habían pasado y yacían apilados en un revoltijo, y lo que había ocurrido en aquel tiempo aparecía completamente enturbiado por la manera como las gentes deseaban que fuese: más rico y lleno de significado a medida que más se retrocedía en el pasado. En algunos libros de memorias, esta época aparece como la mejor que jamás hubo en el mundo; los viejos y alegres días, dulces y sencillos, como si el tiempo fuese joven e impetuoso. Los hombres viejos, ya en el invierno de su vida, que no sabían adónde les conduciría el nuevo siglo, miraban hacia el futuro con disgusto. Porque el mundo experimentaba un cambio, y la dulzura había desaparecido, asi como la virtud. El dolor se había introducido en un mundo lleno de corrupción, y habían desaparecido los buenos modales, el bienestar y la belleza. Las damas ya no eran damas, y la palabra de un caballero no merecía ya confianza.
Hubo una época en que las gentes se habían encerrado en sí mismas. Y la libertad del hombre iba camino a desaparecer. E incluso la infancia ya no era buena… ni tampoco como era antes. Lo único que entonces interesaba era encontrar una buena piedra, no redonda exactamente, sino achatada y con los cantos suavizados por el roce del agua, para emplearla en una honda hecha con el cuero de un zapato viejo. ¿Dónde habían ido a parar todas las buenas piedras, lo mismo que la sencillez?
La mente solía divagar un poco, porque, ¿cómo es posible recordar los sentimientos de placer, de dolor o de sofocante emoción? Solo se puede recordar que se han tenido. Un hombre anciano puede recordar, con certeza, gracias al agua, la delicada emoción de las jovencitas, pero ese mismo hombre olvida deliberadamente la ácida emoción que hace presa en el aburrimiento, hasta el punto que obliga a los jóvenes a enterrar su rostro entre la verde avena, golpear el suelo con sus puños y sollozar, ‘¡Oh, Dios; oh, Dios!’. Aquel hombre podría decir, y decía: ‘¿Por qué diablos estará echado en la hierba ese muchacho? Seguro que pillará un resfriado?.
¡Oh, las fresas no tienen el gusto de antaño, y los muslos de las mujeres han perdido su imán!




Y muchos hombres se posaban, como gallinas incubando, en el nido de la muerte.
La historia era segregada en las glándulas de un millón de historiadores. Tenemos que salir de este siglo tumultuoso, decían algunos, de este siglo engañoso y criminal, lleno de algaradas y de muertes secretas, de luchas por la adquisición de tierras públicas, que se consiguen sin reparar en los medios.
Volved con vuestro pensamiento al pasado y recordad a nuestra pequeña Nación asomada al borde de los Océanos, desgarrada por complejidades, demasiado grande para sus asentaderas. Seguid hasta ver como los ingleses nos echaban mano otra vez. Los derrotamos, pero eso no nos sirvió de gran cosa. Todo lo que teníamos era una Casa Blanca incendiada, y diez mil viudas en la lista de pensiones públicas.
Luego, nuestros soldados fueron a México, y aquello fue una especie de triste y dolorosa merienda campestre. Nadie sabe por qué va a una de esas meriendas a pasarlo mal, cuando es tan fácil y agradable comer en casa. La Guerra Mexicana tuvo, sin embargo, cosas buenas: tomamos una gran extensión de tierras en el Oeste, que nos hizo casi doblar de tamaño, y además constituyó un entrenamiento muy bueno para los generales, de manera que cuando el triste autoasesinato se asentó entre nosotros, los jefes ya conocían las técnicas adecuadas para convertirlo en una cosa horrible.
Y luego venían los argumentos:
¿Es lícito tener esclavos?
Bien, si se los compra de buena fe, ¿por qué no?
A ese paso, pronto van a decir que no es lícito poseer un caballo. ¿Quién quiere arrebatarme mi propiedad?
Y así seguimos, como un hombre que se araña su propio rostro, y cuya sangre gotea por su propia barba.
Bien, todo eso terminó, y nos levantamos lentamente de la tierra ensangrentada, y emprendimos el camino del Oeste.
Vinieron entonces el pleno auge, la euforia, la quiebra y la depresión.
Aparecieron grandes ladrones públicos que limpiaron los bolsillos de todo aquel que tenía un bolsillo.
¡Al diablo este podrido siglo!
¡Abandonémoslo pronto y cerremos la puerta tras él! ¡Cerrémoslo como si fuese un libro, y sigamos leyendo!
Nuevo capítulo, vida nueva. Tendremos por fin las manos limpias, una vez que hayamos cerrado la tapa sobre este siglo hediondo. Frente a nosotros se abre un hermoso camino. No hay podredumbre en estos nuevos y limpios cien años. No hay en ellos aquella escoria hacinada, y cualquier bastardo que robe segundos del puente de este bajel de los años…, lo crucificaremos cabeza abajo sobre una letrina.
¡Oh, pero las fresas nunca tendrán el sabor de antes, ni los muslos de las mujeres su imán!.
(Acerca del comienzo del 1900)








AL ESTE DEL PARAISO
(East of Eden) 1952
John Steinbeck






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